Los Mundos Reales (Cuentos Completos de Castillo) – Por Juan Forn
Cuentos Completos.
Autor: Abelardo Castillo
496 páginas, Alfaguara.
4º Edición revisada por el autor
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La fluidez y la elocuencia con que un texto, o un autor, dialogan con el resto de la literatura lo da el paso del tiempo. Y, así como hay autores que enuncian su canon en artículos periodísticos más o menos olvidables, hay otros que lo hacen visible de otra manera, mucho más cabal: en su propia literatura. En ese sentido, es doblemente expresivo leer así la obra cuentística de un autor: reunida en un volumen, y ordenada cronológicamente desde el principio: no sólo permite ver su evolución o desarrollo sino también su sistema de lecturas, influencias y homenajes. Abelardo Castillo arrastra desde hace tiempo el estigma de ser algo así como “el” escritor de los ’60. La renovación de la literatura argentina que supuso esa generación suele resumirse y trivializarse en pocas palabras (compromiso, por ejemplo). En cambio se da como obvio algo que no lo era en absoluto hasta entonces: a principios de los ’60 empezó a leerse a Borges no en contra de sino en paralelo a autores como Arlt, Marechal o Cortázar. Desde entonces, la literatura argentina pudo integrar con naturalidad dentro de un sistema de lecturas lo que hasta entonces era una dicotomía insalvable.
Mientras Cortázar disimulaba a través de sus pirotecnias estilísticas que estaba escribiendo siempre el mismo puñado de cuentos, Borges, en cambio, lo hacía enfáticamente explícito (aun cuando no lo fueran). Una y otra modalidad son, en realidad, anverso y reverso de la misma cosa. Después de Borges y Cortázar, no puede no saberse esta lección, y estos Cuentos completos permiten ver por qué Castillo es el cuentista más poderoso de los ’60 (sólo Walsh y Briante, en sus mejores cuentos, están a la altura de los mejores de Castillo, pero uno y otro, por diferentes motivos, dejaron una suma de cuentos menor).
Los primeros relatos incluidos en este volumen tienen casi cuarenta años y, los últimos menos de cuarenta semanas. Pero Unos y otros funcionan como piezas sucesivas e indispensables en el desarrollo de un universo propio, nítido, original y absolutamente coherente. Desde su primer libro, Castillo parece señalar las coordenadas de su mundo literario; luego vuelve a escribir una y otra vez los mismos relatos, mostrando la evolución de sus obsesiones corno escritor y, por debajo, y en los cambios topográficos y existenciales el territorio donde instala esos cuentos. El primer relato de cada libro parece dar el tono en que va a transcurrir el resto. Así se salta de “La madre de Ernesto” (que inicia Las Otras Puertas, en 1961) a “Capitulo para Laucha” (de Cuentos crueles, 1966). Hay cinco años de distancia, los dos cuentos ocurren en San Pedro pero en el segundo el narrador está de paso, ya vive en Buenos Aires y San Pedro es su pasado, el territorio de su inocencia perdida. En el primero se refiere a uno de los episodios iniciales de esa pérdida; en el segundo rescata un momento anterior, desde la certeza de esa pérdida.
Entre Cuentos crueles y Las panteras y el templo hay diez años (1966-1976). Entre El cruce del Aqueronte y Las maquinarias de la noche también hay diez años (1982-1992). Pero uno y otro período de silencio tienen características casi opuestas. Dejando de lado lo evidente (lo que ocurrió en el país en esas dos décadas), entre 1966 y 1976 circuló un torrente de hectolitros de alcohol por el organismo de Castillo. Entre 1982 y 1992, en cambio, publicó sus dos novelas: El que tiene sed (1984) y Crónica de un iniciado (1991). El cuento inicial de Las Panteras y el Templo (“Vivir es fácil, el pez está saltando”) da cuenta en forma magistral de lo que ocurrió en la escritura de Castillo, en esos diez años, además de alcohol. Lo mismo sucede con el acorde inicial de Las maquinarias de la noche: leer “Carpe diem” después de Crónica de un iniciado es, para usar palabras de Castillo, como la noche de ciertas plazas, cuando la neblina y la humedad enrarecen la luz de los faroles y hacen brillar los bancos de piedra. Ese efecto alcanza su cabal nitidez en otros dos cuentos de ese mismo período: la lacónica revelación de “El hermano mayor” y el perfecto homenaje a Florencio Sánchez en “El tiempo y el río”. En su construcción, estos cuentos parecen dialogar más con Chejov y Maupassant que con Borges, Cortázar o Arlt, tal como lo hacían los relatos iniciales de Castillo. La tensión es más subterránea y, a la vez, más cristalina. Varios cuentos comienzan casi de la misma manera: un hombre, sentado frente a otro, da cuenta de una perplejidad, con resignación, con serenidad ecuánime, como si lo que cuenta no hubiese podido ocurrir de otra manera.
Si bien hay un cuento que Castillo había eliminado de Las otras puertas y en este volumen recupera su lugar (“Historia para un tal Gaído”), lo insólito de estos Cuentos Completos es que no lo son: por la sencilla razón de que Castillo sigue escribiendo y gozando de moderada salud, a pesar de sus hábitos empecinadamente noctámbulos. Por esa razón no es del todo conveniente abrir juicio sobre los cuatro cuentos inéditos que cierran el volumen, ya que Castillo organiza sus libros en sistemas cerrados y aquí aparecen sueltos (¿a modo de anticipo de su próximo libro?). Lo que sí puede verse con total nitidez es la evolución de sus recursos como escritor, no hacia la pureza precisamente, porque la literatura es un género espúreo por naturaleza, sino hacia la elocuencia: en el modo en que dialogan entre sí y en el modo en que dialogan con todos esos grandes autores que Castillo deja entrever, a modo de canon invisible, dentro de su propia literatura.
(esta nota apareció en 1997, por eso habla sobre el final, de cuentos sueltos, que más tarde fueron “El espejo que tiembla)