Pedro Orgambide escribe sobre “LAS OTRAS PUERTAS” de Castillo.

Crítica literaria aparecida en El Escarabajo de Oro Nº 5, 1962.

Con Castillo nos conocimos discutiendo, lo que casi equivale a decir que nos conocemos jóvenes. Lo somos aún (él al menos) y la discusión puede recomenzar en cualquier instante, gracias a la impunidad que da el dirigir revistas literarias, escribir libros… o comentarlos. Un buen pretexto puede ser la publicación de Las otras puertas, el libro de cuentos de Abelardo Castillo, que obtuviera, en La Habana, la primera recomendación del Segundo Concurso Hispanoamericano de Literatura, organizado por la Casa de las Américas en 1961.
En este libro, como quien dice, Castillo se pinta entero. Es, según me parece, un buen autorretrato, involuntario, claro está, como todas las obras de ficción en las que uno se cuenta a sí mismo. Allí está el lector de Poe y de la Biblia, el comentador heterodoxo de las ideologías, el fraternal amigo de los boliches, el chico que se crió en San Pedro, el adolescente todavía asombrado por las cosas del mundo y al que uno tiene ganas de decirle como en los lejanos 28 de diciembre: “¡Que la inocencia te valga!”
Castillo escribe sus mejores cuentos cuando esa inocencia le vale: “La madre de Ernesto”, “Conejo”, “Fermín”, “Hernán” y “El Marica”. Agrupa sus narraciones con un título: “Los iniciados”. Y por lo explícito, por lo natural y tal vez redundante, el título se transforma en algo más que un símbolo, en una contraseña para entrar a esa función secreta en la que el hombre deja de ser niño. Este momento, uno de los más difíciles en toda peripecia vital, esta gran fractura de la que nos vamos curando poco a poco, está bellamente narrada por un joven de buena memoria. Debemos agradecerle a Castillo esta búsqueda del tiempo perdido, este reencuentro con la inocencia y los sufrimientos tempranos. Y algo más: admirar en él la osadía por entrar en el melodrama sin temor, la buena salud narrativa que se manifiesta en exponer al desnudo los sentimientos reelaborándolos en función estética.
Es curioso que el mismo autor de estos relatos escriba un cuento como “El baldado” con una fuerte dosis de brutalidad e iracundia. Se nos dirá que la brutalidad está en los seres que describe y que la iracundia es una palabra desprestigiada por el uso. De todos modos, lo que importa es observar los “caminos que se bifurcan” en la sensibilidad de Castillo, los hechos —imaginados— que elige para su literatura. Pareciera andar buscando diferentes puertas para una salida vital; más, diferentes lenguajes para expresar los hechos que él vive en sus imaginaciones. Si bien es cierto que esto es una prueba de la diversidad creadora también lo es de la incertidumbre por encontrar un verdadero estilo. Naturalmente no es éste un problema de sintaxis. Castillo redacta bien (a veces demasiado bien) pero esta facilidad es engañosa, como las citas (demasiadas) que dan un aire “culturalista” a lo que es bellamente espontáneo.
Ahora entramos con él en “El infernáculo”, al que una oportuna cita de Poe aclara en significación: “Tengo gran fe en los locos. Mis amigos le llamarían confianza en sí mismo”. Aquí están sus cuentos alucinantes: “Mis vecinos golpean”, “El candelabro de plata”, “El hacha pequeña de los indios”, “Erika de los pájaros”, “Historia para un tal Gaido” y “Volvedor”. Podríamos decir que éstos son los inquietantes sueños de Castillo, su submundo, como los otros son su realidad inmediata, aquello que los psicólogos llaman contenido manifiesto. Por su hermosa crueldad, creo que “Erika de los pájaros” es la parábola impía más interesante de esta parte del libro. Los otros relatos, perfectamente escritos, también merecen el aplauso, menos los dos últimos, a nuestro entender pasos en falso de un buen narrador.
Y digamos por qué. Castillo paga en “Historia para un tal Gaido” y “Volvedor” un precio demasiado alto a su admiración por Borges. Le copia, como diría el maestro, “hasta su manera de escupir”. Claro que lo hace con humor, con esa melancólica ironía con que Borges juega con la vida y la muerte. Y en otro escritor que no fuera Castillo, en un hombre menos rico en experiencia y fábula, éste podría no ser un defecto. Pero en Castillo creo que lo es. A él le sobran condiciones, modos, palabras, fobias, temperaturas, giros, gentes, sueños, en fin, vida, para “hacer” un compadrito que sea suyo y no de Borges o de Eichelbaum o de cualquier otro ilustre predecesor.
Repetir el fatalismo del “culto del coraje”, las alusiones metafísicas de espacio-tiempo con anécdota orillera ya es, a esta altura de la cosecha, volver a sembrar lo ya trillado.
Y me parece que no hace falta, al menos que no le hace falta a Castillo. En cambio, sí hace falta indagar en personajes como los de su último cuento “Macabeo”, profecía involuntaria del caso Eichmann y el relato más agudo (en psicología y forma) de todo el libro. Aquí Castillo aparece como gran narrador, utlizando todos los elementos dispersos en las páginas anteriores: la quiebra de la inocencia y el cruel enfrentamiento con el mundo en la figura de Samuel, la dimensión alucinante en la doble vida del padre nazi-judío, la brutalidad en los hechos que se desencadenan por una circunstancia, la opción ética, de existencia, que hace a su personaje verdadero, probable.
Dijimos que Castillo se pintaba entero en este libro Y al comentarlo mostramos más sus altibajos y diversidades que su preocupación esencial. No fue descuido, sino preocupación crítica. Ahora sí podemos decir que el dramaturgo de “El otro Judas” e “Israfel”, mantiene en su libro de cuentos una actitud similar a la de su teatro y su labor polémica: un lúcido interrogante sobre la compleja condición humana, un apasionado preguntar sobre las motivaciones que llevan al hombre a su propia destrucción y a emerger de ella, cuando puede, con el estupor de los recién nacidos.