La Fanfarlo – (fragmento)

De La Fanfarlo
Por Charles Baudelaire
Traducción de Nydia Lamarque 1º edición, 1961, México, Editorial Aguilar.

(…) Nos hemos dedicado de tal manera a sofisticar nuestro corazón, hemos abusado tanto del microscopio para estudiar las repugnantes excrecencias y las vergonzosas verrugas de que está cubierto, y que agrandamos a voluntad, que es imposible que hablemos la lengua de los demás hombres. Ellos viven para vivir, y nosotros, ay de mí, vivimos para saber. En eso reside todo el misterio. La edad cambia sólo la voz, y hace caer solamente los dientes y los cabellos; nosotros hemos alterado el acento de la naturaleza, hemos extirpado uno a uno los virginales pudores que erizaban nuestro fuero íntimo de hombres decentes. Hemos hecho psicología, como los locos, que aumentan su locura esforzándose por comprenderla. Los años sólo invalidan los miembros, y nosotros hemos deformado las pasiones. Desdichados, tres veces desdichados los padres achacosos que nos hicieron raquíticos y sin suerte, ¡predestinados como estamos a no engendrar más que hijos muertos!
—¡Más Cornejas! —contestó ella—; ¡vamos, deme el brazo y admiremos esas pobres flores a quienes hace tan felices la primavera!
En vez de admirar las flores, Samuel Cramer, que había caído en trance de elocuencia, comenzó a poner en prosa y a declamar algunas malas estrofas compuestas en su primer estilo. La dama lo dejaba hacer.
—¡Qué diferencia y cuán poco subsiste del mismo hombre, excepto el recuerdo! Pero el recuerdo no es más que un nuevo sufrimiento. ¡Hermoso tiempo aquel en que la mañana no despertaba jamás nuestras rodillas entumecidas o quebrantadas por la fatiga de los sueños, en que nuestros ojos claros reían a la naturaleza entera, en que nuestra alma no razonaba sino que vivía y gozaba; en que nuestros suspiros se exhalaban dulcemente, sin ruido y sin orgullo! ¡Cuántas veces, en los ocios de la imaginación, he vuelto a ver alguna de esas hermosas veladas otoñales, en las que las jóvenes almas hacen progresos comparables a los de esos árboles que crecen varios codos con la velocidad del rayo! Entonces veo, siento, entiendo; la luna despierta las grandes mariposas; el viento cálido abre las damas-de-noche y se adormece el agua de los vastos estanques. Oiga usted con el alma los valses súbitos de un piano misterioso. Los perfumes de la tormenta entran por las ventanas; es la hora en que los jardines están llenos de vestiduras rosadas y blancas que no temen mojarse. ¡Los matorrales complacientes enganchan las fugitivas faldas, los cabellos castaños y los bucles rubios se mezclan en torbellino! ¿Se acuerda usted aún, señora, de los enormes almiares de heno, por los que se bajaba tan rápidamente, de la vieja nodriza, tan lenta para perseguirla, y de la campana tan pronta a llamarla bajo la mirada de su tía, en el gran comedor?
La señora de Cosmelly interrumpió a Samuel con un suspiro, quiso abrir la boca, para rogarle sin duda que se detuviera, pero él había retomado ya la palabra.
—Lo más desolador —dijo— es que todo amor tiene siempre mal fin, tanto más malo, cuanto más divino, más alado fuera en sus comienzos. No hay sueño, por ideal que sea, al que no se vuelva a encontrar con un rorro glotón colgado del pecho; no hay retiro, no hay casita tan deliciosa o ignorada como para que no venga a abatirla el azadón. Y por lo menos esta destrucción es sólo material: pero hay otra, más implacable y más secreta, que ataca las cosas invisibles. Figúrese usted que en el momento en que se apoya en el ser de su elección para decirle: “¡Volemos juntos a buscar el fondo del cielo!”, una voz implacable y seria se insinúe en su oído para decirle que nuestras pasiones son mendaces, que nuestra miopía nos hace ver hermosos los rostros y nuestra ignorancia bellas las almas, y que llega fatalmente un día en que, para la mirada más clarividente, el ídolo no es ya más que un objeto, no de odio, ¡sino de desprecio y de estupor!
—Por favor, señor —dijo la señora de Cosmelly.
Evidentemente, estaba emocionada; Samuel advirtió que había puesto el dedo en una antigua llaga y siguió insistiendo con crueldad.
—Señora —dijo—, los padecimientos saludables del recuerdo tienen sus encantos, y en esa embriaguez del dolor se encuentra a veces un alivio. Ante esa fúnebre advertencia, todas las almas leales exclamarán: “Señor, sácame de aquí con mi sueño intacto y puro; quiero devolver a la naturaleza mi pasión con toda su virginidad, y ostentar en otro mundo mi intocada corona.” Por lo demás, los resultados de la desilusión son terribles. Los hijos enfermizos, engendrados por el amor agonizante, son el triste libertinaje y la odiosa impotencia; el libertinaje del espíritu, la impotencia del corazón, que hacen que el uno viva sólo por curiosidad y que el otro sucumba de cansancio cada día. Todos nos parecemos más o menos a un viajero que hubiera recorrido un vastísimo país y contemplara, cada tarde el sol, que antes doraba soberbiamente los gratos detalles de ¡a ruta, ponerse en un monótono horizonte. El viajero se sienta con resignación, en sucias colinas, cubiertas de desconocidos residuos, y dice a los aromas de los brezos que es inútil que asciendan hacia un vacío; a las raras y míseras semillas, que es inútil que germinen en un suelo agostado; a los pájaros, que creen que alguien bendice sus enlaces, que yerran al construir sus nidos en una comarca azotada por fríos y violentos huracanes. Y vuelve a emprender tristemente su ruta hacia un desierto que sabe semejante al que acaba de recorrer, escoltado por el pálido fantasma que se llama Razón, que ilumina la aridez de su camino con una pálida linterna y que para aplacar la renaciente sed de pasión que de cuando en cuando lo domina, le escancia el veneno del hastío.

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