Baudelaire – por González Ruano

De Baudelaire
Por C. González Ruano
José Janés Editor, 2º edición, 1948.
Colección Manantial que no Cesa.

     Con todo, este es mi primer libro escrito en cierta calma, en la voluptuosidad, para mí inédita, de dejarlo dormir días enteros, para después avanzar sobre él muchas horas seguidas, recurriendo a los grandes tóxicos inocentes del café, y el tabaco, ofreciéndole el sacrificio del sueño, del amor, de la fabricación de dinero por medio de artículos, en días largos en que me hundía dulce y desesperadamente en este libro de una utilidad práctica confusa y lejana, sacrificando también la contenida alegría de salir corriendo como un corzo, entre la lluvia, o la de estirarme a la sombra de mi juventud, en la divina pereza de no hacer nada, sobre la pista infinita del descanso, que es doblemente admirable cuando de nada tenemos que descansar.
Crecido en el silencio de medio año este manuscrito es la venganza de todas prisas, de los libros de circunstancias, escritos en diez o doce días, de tanto reportaje y tanta interviú, hechos con la atroz desgana profesional de quien sabe que la interviú es sólo la expresión de la necesidad al servicio de la necedad.
Lo he escrito incluso cuando no lo escribía. ¡Qué meses más infinitamente baudelerianos, Dios mío! A todos mis amigos les he ido presentando a Baudelaire y no me he sentado a una mesa ni he escalado una sola noche la cama sin pensar en él, sin hablar de él, sin hartar a todos con la presencia de este exquisito e insuperable fantasma, obligado por mí insistencia a salir del Limbo donde descansan los poetas desgraciados para volver a la tierra, para avecindarle bajo el sol de limonada de Madrid la ciudad que él no conocía, para, sentarle en mis cafés, donde él pedía vino cuando menos se lo esperaba el camarero, escamado del que hablaba junto a mí estando yo aparentemente solo.
¿Y por las noches? ¿Cómo no conversar con Carlos en las altas noches, cuando los pies doloridos apenas se posan en el suelo, en la embriaguez de la hora lívida, cuando la conciencia se queda fría y pide dos chalecos para poder soportar la helada y regresar con nosotros al lecho, que es donde la conciencia se hace, sobre todo en invierno más infantil y simple? Sin saber por qué me acercaba a las pobres lobas de los arrabales y entraba en las tabernas horribles que tienen en la noche un solo ojo iluminado y turbio, y me extasiaba ante el perro muerto, próximo a la basura que recoge por las mañanas, cuando los barrios huelen a pan caliente a beatas y a vilísima honradez, esa moza trapera de piernas desnudas fresca de suciedad, apetitosa de harapos, a quien parecen desflorar todos los días los gallos eróticos de los solares madrileños.