El origen del narrador – Por Daminán Tabarovsky

prólogo del libro “El origen del narrador”
actas completas de los juicios a Baudelaire y Flaubert

El Origen del Narrador
El origen del narrador
200 páginas
(Mardulce)

Las actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire no son sólo un documento histórico, ni un testimonio de época, ni mucho menos una curiosidad perdida, sino un conjunto de extraordinarias piezas de crítica literaria que fundan, en el corazón mismo de la modernidad, una discusión que atañe a la literatura y a la cultura contemporánea: apuntan a la relación tensa entre literatura y sociedad, a la pregunta por la autonomía del arte, a la interrogación por las condiciones sociales de recepción de un texto y, sobre todo, a la posibilidad de que la literatura roce la novedad, mantenga cierta intimidad con la ruptura, con lo nuevo, con aquello que viene a cambiar el estado de las cosas. Es que en los alegatos del fiscal, en los fundamentos de los abogados defensores, e incluso en los veredictos de los jurados, se juegan estrategias de política literaria capaces de señalar problemas de una vigencia inesperada. La más importante entre ellas: el surgimiento, en todo su esplendor, del narrador como institución, marcado por una distancia irremediable frente a lo narrado.
Allí reside entonces el interés de publicar El origen del narrador. Actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire, en seguir planteando esas preguntas, esas dudas, ese merodeo sobre la situación de la literatura en la sociedad y en el mercado, sobre la posición del autor frente al libro y del narrador en el texto. Preguntas que la literatura contemporánea no deja de formularse, sobre las que vuelve una y otra vez.
Pasemos ya a los hechos. Estamos en 1857, durante el Segundo Imperio Francés, y Flaubert, por Madame Bovary, y luego Baudelaire por Las flores del mal, son acusados de presuntas “ofensas a la moral pública y a la religión”. No sólo ellos, sino también sus editores e imprenteros. Por cierto, la práctica de la censura por vía judicial es muy común en esa época. Ese mismo año cae condenada Los misterios del pueblo de Eugéne Sue, por describir con demasiada simpatía las revueltas de 1848, entre otros libros y autores. Tiempo antes, los hermanos Goncourt habían visitado los tribunales —en su caso por un artículo periodístico— y luego dejaron constancia en su Journal de un asunto crucial: “es verdaderamente curioso que sean los cuatro hombres más puros de todo el oficio y todo industrialismo, las cuatro plumas más enteramente dedicadas al arte, las que hayan sido citadas ante los bancos de la policía correccional: Baudelaire, Flaubert y nosotros”. Es que la aparente paradoja de los Goncourt, no es tal: lo que se estaba juzgando no era sólo un libro u otro, sino un estilo, una manera de entender la literatura, de comprender el lugar de lo literario en la sociedad. Y eso lleva un nombre: realismo. Es el uso del indirecto libre, de la escritura impersonal, impasible, o dicho de otro modo, la ruptura para siempre entre autor y narrador en Flaubert, lo que irrita al Segundo Imperio; es el uso de materiales bajos, la reformulación irreparable del ideal de belleza en Baudelaire, lo que perturba al poder. Como escribe Hans Robert Jauss: “El proceso a Madame Bovary muestra que una forma estética nueva puede acarrear también consecuencias de orden moral”. Esta forma nueva, agrega Giséle Sapiro en La responsabilité de l’ecrivain. Littérature, droit a morale en Frunce, “es el principia de la narración impersonal que, asociada al procedimiento estilístico del discurso indirecto libre, lleva al error de interpretación de parte del Ministerio Público, debido a una confusión entre el autor y su personaje”. Flaubert no es ajeno a este horizonte, y rápidamente percibe el carácter profundo de lo que sucede. En una carta a Jules Champfleury escribe: “me alegra que comprenda que mi causa es la de la literatura contemporánea toda”.
Detengámonos un instante en este punto, entonces: es la aparición de una nueva forma, de una escritura, lo que pone en cuestión el orden establecido. Si hay una paradoja en el Segundo Imperio, si perdura alguna enseñanza aún hoy, si hay alguna extravagancia en Flaubert y en Baudelaire, es que eso que, a primera vista, aparece como mero formalismo, como puesta en escena de una escritura que coquetea con su autoconciencia, como la pesquisa fatal de una sintaxis emancipada, y sobre todo, como la búsqueda de un espacio literario autónomo, eso, precisamente eso, esa radicalidad de la forma es lo que desafía las convenciones y funda un nuevo tipo de institución literaria. Como escribe Sapiro: “el escándalo que provoca el atentado contra los marcos de la percepción y de las normas de representación tiene aquí un carácter inaugural”.
Avancemos sobre Flaubert, o mejor dicho, retrocedamos. A 1856, año en que aparece Madame Bovary como folletín en La Revue de Paris, dirigida por Máxime du Camp. La publicación de la novela es objeto de debates internos, y la Revue decide, para evitar ser censurada y clausurada, eliminar algunos pasajes del texto. Flaubert lo acepta a regañadientes, pero hace agregar una nota donde indica que el texto publicado presenta cortes. Se modifican entonces la escena del paseo en coche y una parte de la agonía de Ema.
Pero no alcanza. El Estado decide llevar el libro a juicio. Llegamos así al viernes 30 de enero de 1857, día en que comienza el proceso a Madame Bovary, en la Sala Sexta del Palacio de Justicia, colmada de público. Al lado de Flaubert se sienta su abogado defensor, Jules Senard, un jurista célebre, crítico del régimen y defensor de cierto republicanismo moderado. Un poco más lejos el imprentero y el editor. Está también el terrible Fiscal Imperial, el vigoroso Ernest Pinard, quien toma primero la palabra. Luego sigue la defensa, y finalmente el jurado. La sentencia: “El tribunal los absuelve de la acusación lanzada contra ellos y declara los costes del oficio”.
Como una película de suspenso no contaremos el final. O mejor dicho, ya lo hemos contado. No importa. No contaremos entonces lo sustancial, no el veredicto sino el proceso, los argumentos que hacen que el autor —Flaubert— salga victorioso y, a la inversa, el estilo —el realismo— sea cuestionado. Allí, en el desarrollo de los discursos del fiscal y del abogado defensor, como decíamos más arriba, se legitima la figura del narrador moderno, tal como lo conoce la crítica literaria desde entonces.
Baudelaire compadece ocho meses después, el 20 de agosto de 1857. Es un día tórrido, y, según los testigos, el poeta viste íntegramente de negro. Hay algo conocido en la escena: estamos nuevamente en la Sala Sexta —siempre colmada— y frente a Gustave Chaix d’Est Ange, el abogado defensor, de sólo 25 años, se encuentra el mismo Fiscal Pinard, deseoso de su revancha. Más lejos, también, el editor y el imprentero. La sentencia: “En lo que respecta al delito de ofensa a la moral religiosa […; absuelve a tos inculpados […] en lo que respecta a las acusaciones de ofensas a la moral pública y las buenas costumbres […] han cometido el delito de ultraje […] se condena a Baudelaire a 300 francos de multa […] ordena la supresión de las piezas que llevan los números 20, 30, 39, 8o, 81 y 87 de la compilación. Condena a los acusados solidariamente a los gastos”. Pese a su dandismo, a su evidente modernidad, quizás haya todavía en Baudelaire un dejo de romanticismo (ausente en Madame Bovary) que permite al Fiscal y al Jurado, superponer la figura del autor con el yo lírico del narrador de los poemas. Suficiente como para ser condenado (la autonomía literaria, esa utopía).
El 1° de junio de 1949, casi un siglo después, aparece en la Gazette des Tribunaux la Revisión de la sentencia de 1857 por el Tribunal Supremo, donde se lee, casi al final:
“Por tales motivos, casa y anula la sentencia emitida el 20 de agosto de 1857 por la Sexta Cámara del Tribunal Correccional del Sena, en su condena a Baudelaire”. Pero claro, esa es otra historia.

El origen del narrador. Actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire tomó como referencia las ediciones de las Obras de Flaubert y Baudelaire de la Bibliothéque de la Pleiade, de editorial Gallimatd. Para las citas de los poemas de Las flores del mal se usó la excelente traducción de Américo Ctistófalo (Colihue, Buenos Aires, 2006). Se cotejó también Acusados: Flauber y Baudelaire, que incluye un muy valorable ensayo de Ricardo Cano Gaviria (Muchnik Editores, Barcelona, 1984), así como una serie de textos secundarios, entre ellos Souvenirs Littéraires, de Máxime du Camp (L´Harmattan, París, 1993) y Flaubert savait-il écrire? Une querelle gramaticale,1919-1921 (EIlug, Grenoble, 2004).