Entrevista a Fernando Sorrentino – Por Javier García Crocco
Entrevista a Fernando Sorrentino
Por Javier García Crocco
Para La Máquina del Tiempo
El escritor habla de su oficio con la seguridad y certeza de quien conoce el paño.
Sin especulaciones de caer bien o mal a nadie, es lapidario con la literatura que
“no cuenta” y aburre.
¿Qué es un cuento?
Bueno, al minuto de juego ya tenemos una pregunta muy difícil… A ver…, un cuento es una construcción de palabras, que tendría que causar en el lector una impresión, digamos, instantánea y tendría que ser en todo bastante parecido a lo esencial. En una novela hay muchísimas partes neutras que son partes que hay que poner porque no hay más remedio, y que por lo general son meros nexos en vez de episodios de ficción. Un cuento -bueno, eso no lo inventé yo, se ha dicho muchas veces- tiene algo que también tienen los poemas, y es que pueden llegar a una excelencia esencial. O sea: una novela puede ser excelente pero puede serlo de una manera difusa, mientras que un cuento tiene que ser excelente de una manera muy concentrada. Sería muy difícil decir de un cuento: este párrafo está mal. Porque: o está todo bien, o está todo mal. Un pequeño error en un cuento descalabra todo el conjunto.
Has dicho que lo esencial de un cuento es su verosimilitud. ¿Qué otros imperativos debe tener?
Sí. La verosimilitud es lo más importante porque el lector, como se dijo alguna vez, tiene que “suspender la incredulidad”. Eso es fundamental. Si a una narración le falta verosimilitud, no se la puede leer. Entonces el lector empieza a irritarse porque no puede creer lo que está leyendo.
Otra cosa que creo que tiene que tener cualquier narración -parece una verdad de Perogrullo- es que no aburra. Yo me dejo llevar por el hedonismo, y no puedo leer un relato que no me interese. Por eso he aborrecido visceralmente la llamada literatura experimental: ese conjunto de palabras que sólo son palabras, pero detrás de las palabras no hay hechos. No la puedo soportar. Mi pretensión es bastante modesta en ese sentido. Yo quiero que me cuenten una historia. Leer una historia que me entretenga, que, sobre todo, me atrape. Las palabras, para mí, son meros instrumentos para contar hechos, y no al revés: cuando los hechos son meros pretextos para acumular palabras.
¿Cómo trabajás la trama de un cuento?
La misma redacción me va llevando Yo tengo una idea. Por ejemplo el “famoso” cuento mío del paraguas;1 una vez que tuve la idea de que hay alguien que le pega en la cabeza a otro con el paraguas, tengo que empezar a escribir, y ese mismo trabajo me va llevando a una elección continua. Es decir: en cada párrafo elegís algo. Elegís una cosa y desechás cien mil. Y en el párrafo siguiente, lo mismo. Es decir cada nueva oración te plantea un problema de elección. Y hay que elegir y, bueno, así hasta el final. Esto lo dije muchas veces: cuando tengo la idea yo escribo como una catarata de cualquier manera. Lo único que me importa es llegar al final. No puedo tener la abstracción en mi cabeza. Tengo que tener el papel y tengo que ver palabras. No me interesa que lo escrito sea un disparate: que empiece de una manera y termine de otra, que los personajes vayan mutando de nombre, que las calles vayan mudándose de barrio. Lo que quiero es tener algo palpable. Cuando lo tengo, empiezo todo de nuevo, del principio al fin, las veces que me parezcan necesarias. Ése es mi método de trabajo. Tengo cuentos que son complicados, que tienen algo de mecanismo de relojería en el sentido de que sobre el final las piezas encajan unas en otras. Aun en esos casos, el cuento se fue construyendo sobre la marcha. Y la trama me fue llevando a modificar, a retroceder, a modificar de nuevo, a reelaborar, y a volver a avanzar y retroceder un montón de veces.
¿En la construcción literaria, la trama es, entonces, uno de sus pilares?
Fundamental. Es fundamental porque el relato que no cuenta nada es inexistente, no tiene sentido ni razón de ser.
Yo soy un admirador, ¡fanático!, de Marco Denevi. Denevi te empieza a contar una historia y te cuenta la historia. Hay mejores, hay peores. He leído muchos cuentos de Denevi y muchas novelas y todo el tiempo, como lector, me decía: ¿qué va a pasar ahora? Eso a mí me parece maravilloso. Si yo lograra que el lector avanzara en la lectura de mis cuentos queriendo saber qué va a pasar, me consideraría más que bien pagado.
¿A qué llamás creación literaria?
Sería algo así cuando logro combinar las palabras de tal manera que se conviertan en un tejido parecido a una narración. Más eficaz, menos eficaz, más afortunada, menos afortunada, pero es eso: una construcción artificial de palabras.
Esta eficacia de la que hablás, ¿tiene que ver con un efecto causado en el lector?
Sí. Pero el lector soy yo. Cuando yo escribo, trato de escribir lo que a mí me gustaría leer. Por eso nunca voy a escribir literatura experimental ni voy a producir una acumulación de palabras huecas. Ni voy a describir los problemas sociales o económicos de algún grupo de la población. Tengo que escribir lo que a mí me gusta leer. Y a mí me gusta leer historias insólitas, historias fantásticas, historias sorprendentes.
En una entrevista que te hizo Carla Pravisani,2 decís sobre tu primer libro de cuentos, La regresión zoológica, que había sido escrito con un concepto equivocado de la literatura. ¿Podrías intentar una aproximación -a riesgo de ser tildados de moralistas- hacia “el concepto de literatura idónea”?
Bueno, antes diría una cosa: más que de un concepto equivocado hablaría de un concepto “inexperiente”, porque ésos eran cuentos primerizos. Los escribí a los veintidós, veintitrés años. Tenían una cantidad de infantilismos, de cuestiones mal resueltas, inclusive de “canchereadas” en el pésimo sentido de la palabra. Es decir: “miren lo que pongo acá, ah, qué canchero”. Pero todo eso lo advertí después de un año, año y medio más tarde.
¿Un año y medio es lo que tarda en desaparecer la euforia de haber escrito el primer libro?
Al menos en mi caso, sí. Porque, cuando yo lo volví a leer, lo pude leer como si fuera un libro de otra persona. Entonces no tuve piedad de mí. Así y todo, en esos cuentos, que creo son trece, catorce o quince, había uno que me pareció digno de ser salvado, que es “Mi amigo Lucas” y en efecto lo incluí más tarde en El mejor de los mundos posibles. Pero, eso sí, lo escribí todo de nuevo, porque la idea estaba bien, pero la ejecución estaba equivocada.
Hablaste de errores, y de situaciones no resultas.
Situaciones no resueltas, digamos, con honestidad narrativa. Es decir, las elipsis. Las elipsis son muy fáciles, uno saltea algo y lo da por entendido, y, sin embargo, no está entendido.
El maestro de todos los maestros de los narradores, que es Kafka, jamás comete elipsis. Kafka, en términos futbolísticos, transpira la camiseta. Si tiene que escribir algo, lo escribe desde el principio hasta que la acción termina. Y eso es lo difícil y lo valioso.
Esos cuentos míos estaban repletos de situaciones mal terminadas. También la errónea estructura general, la indulgencia conmigo mismo, faltas que se debían a mi ignorancia y a mi falta de suficiente “kilometraje”.
¿Crees en una corrección literaria que pueda llegar a tener una explicación no antojadiza?
¿Vos decís sobre un texto ya publicado?
Sí, por ejemplo: ¿se podría corregir una oración escrita por Borges? Y, si existiese esa posibilidad, esa corrección finalmente sería, por extremar los términos, científica?
A mí me parece que lo que vale es el efecto general. No es mirar una oración para encontrar repeticiones. Que a lo mejor las hay, y a lo mejor quedan bien, y a lo mejor quedan mal. Pero el querido Borges tiene el artículo que se llama “La supersticiosa ética del lector”. Ahí dice, citando a Unamuno, que el lector supersticioso cuando lee está buscando “tecniquerías” y, en vez de atender a la eficacia general de la página, se distrae mirando minucias tales como, por ejemplo, que después de “rápidamente” dice “inmediatamente”, y cosas así. Y eso puede tener importancia o no tener ninguna. Yo atiendo a la eficacia general, pero, de todos modos, tengo buen oído. Cuando corrijo me doy cuenta de que hay cosas que suenan mal. Palabras cercanas, o vaguedades… bueno, la cuestión de los hiperónimos y los hipónimos Por mi parte, trato siempre de utilizar la palabra que signifique menos cosas. Hay verbos muy generales, que es preferible evitar. Es decir: no “Hago la comida” sino “Preparo la comida”; no “Hago una casa”, sino “Construyo una casa”, etc., etc. Es decir, siempre tengo la precaución de utilizar el vocablo más específico y rehuir el más genérico.
La pregunta que tenía preparada era si podías hablarnos de la “palabra justa”, creo que acaba de quedar contestada.
Sí, por lo menos, intentemos aproximarnos a la palabra justa.
En la mayoría de tus cuentos los sucesos crecen y desbordan lo cotidiano, lo realista; ¿podrías hablarnos de esa tendencia particular hacia la desmesura?
Claro, no sé. No es consciente. A mí, a ver… pongo un ejemplo: a mí me encantaron, todas las veces que los leí y los releí, los tres primeros tratados de Lazarillo de Tormes. En el segundo tratado está esa exageración, de que Lázaro le roba el pan al clérigo, y hace un agujero en el arcón, y el clérigo lo arregla, hasta que llega un momento que del arcón primitivo ya nada queda porque lo que el clérigo arreglaba de día, Lázaro lo rompía de noche… bueno, a mí esas cosas me encantan. Y en el episodio del ciego, hay una frase que es maravillosa. Lázaro le tenía tanto odio al ciego que lo llevaba siempre por el peor camino, aunque él fuera también por la misma parte. Y dice algo así como: “Y holgárame de quebrarme un ojo con tal de quebrar dos al que ninguno tenía”. Eso me pareció maravilloso. Y eso es desmesura. La desmesura continua.
En alguna entrevista afirmás que no te interesa en la literatura la mimesis, o ….
… una fotografía de la realidad, sí.
Bueno, yo me preguntaría, ¿de qué realidad? ¿De qué realidad vamos sacar una foto?
El realismo es un género tan convencional como cualquier otro. Lo que pasa es que el realismo narra hechos que, en la práctica, siempre se pueden reproducir. Si en una novela realista hay unas personas en un bar tomando café y fumando, yo, si quiero, voy al bar, tomo café y fumo. Pero no podés reproducir lo fantástico. Pero quiero aclarar. A mí lo que no me interesa es el realismo aburrido. Porque, por ejemplo, Dickens es realista. Pero es un realista lleno de peripecias. Un realista al que se le ocurren cosas continuamente interesantes. Otra cosa que no puedo soportar son las novelas donde los personajes dialogan “filosóficamente”. O que hablan de literatura o de filosofía o de pintura. Aunque los personajes sean escritores o filósofos.
Yo ahí tengo un libro… [estira un brazo y toma un libro que está fuera de su biblioteca]. Está aquí separado porque tengo como una especie de masoquismo, y entonces continuamente releo este libro que es… [Fernando Sorrentino pedirá, finalizado el tema, no dar el título de la novela, ni el nombre de su prestigioso autor argentino, ya fallecido].Yo creo que pocas veces leí un libro tan…
¿Aburrido?
No sólo aburrido. Es un libro escrito por una persona literariamente insensata. Porque aquí no hay ni la mínima estructura narrativa. Es todo tan inverosímil, las cosas que cuenta son tan artificiales y los pormenores, que son la sal de los relatos, son tan desatinados, que sólo sirven para la incomodidad, para la sensación de inverosimilitud.
Borges hablaba bien de él, ¿no?
Yo creo que, en cuanto escritor, lo despreciaba profundamente. Le podía tener cierto afecto personal como diciendo “Este muchacho hace lo que puede”. Pero tanto Bioy como Borges lo tenían como un escritor insignificante. Y, además, lo que le sucede a este novelista es que cuando escribe se le derrama la vanidad por las solapas. Es como que se ve a sí mismo como un ser admirable y admirado. Por ejemplo hay ciertas partes ahí… [señala el libro] Está contado en primera persona: “Fui al club, me entretuve un poco mirando los libros, después me senté en el salón a fumar”. Falta que diga que las minas pasan y lo saludan con admiración…
¿La desmesura de un cuento no es una manera de dar cuenta de la realidad, o de lo vivenciado por el escritor? Pienso ese cuento tuyo en el cual tres superhéroes irrumpen en un colectivo atestado de pasajeros y comienzan a castigar a todos aquellos que infringen las reglas.
Sí, pero es hiperbólico. Porque, aunque teóricamente puede suceder, sabemos que eso nunca va a suceder. No es cuestión de realismo o fantástico. Vuelvo a Dickens. En Dickens no hay nada fantástico. Todo lo que ocurre es interesante porque… porque ¿a quién le puede interesar que alguien se siente a fumar en el salón de un club? ¿Pero a quién no le puede interesar que el pequeño David Copperfield huya de su empleo en Londres y se camine ciento dieciocho kilómetros, sin un centavo, hasta llegar a la casa de su tía que vive en Dover, con todas las peripecias que le ocurren en el camino, que son una más interesante que la otra? Eso es apasionante.
¿Se podría hablar de una literatura vitalista?
Vuelvo a lo anterior. Si en el relato no hay hechos, no sirve para nada. La novela más célebre del mundo, que es el Quijote, es, sobre todo, una novela de peripecias.
Puede ser que un cuento tuyo comience diciendo “Hétenos aquí”
“Hétenos aquí” es algo que yo puedo decir. Pero no lo recuerdo. Es una construcción sintáctica que me es grata, justamente porque tiene un airecillo de cuento antiguo o de fábula.
¿Y cuáles son las maneras y combinaciones que más gratitud te provocan?
Bueno: yo no soy un escritor barroco. Trato de escribir de la manera más clásica posible. Soy como un obsesivo de la claridad. A cada oración me pregunto: ¿se entiende bien?, ¿se entenderá lo que quiero decir?, ¿no significará dos cosas? Por momentos, con disimulo, puedo emplear también cierto lenguaje paródico.
En otro cuento tuyo, “En defensa propia” en el comienzo dice: “…en un descuido, mi hijo mayor, que es el diablo, trazó…”.
Esa acotación, “que es el diablo”, ya marca el estilo del cuento, ¿no?
Es que es muy difícil que un cuento empiece de una manera y que después tome otro tono. El primer párrafo es como una armadura. Es muy difícil salirse. Si se sale puede que sea un estropicio.
¿Qué opinas de las interpretaciones que hacen los lectores de tus cuentos?
Bueno, esto lo dije más de una vez. Yo cuando escribo un cuento, no pretendo enseñar nada, ni transmitir ningún valor, ni edificar a nadie, no pretendo que la gente sea mejor, que se sienta transformada, ni impartir preceptos morales, ni impartir preceptos inmorales. Nada. No pretendo nada. Trato, cuando escribo un cuento, que el cuento me salga lo mejor posible. Las interpretaciones son cosa de los lectores. No es asunto mío.3Con el cuento del paraguas me han desconcertado con tantas interpretaciones. El cuento fue publicado en 1970; con la alusión a los cinco años dijeron que esos años significaban los años de la dictadura de Onganía. Yo no había pensado en eso ni remotamente. También dijeron que era la conciencia, luego la imaginación. A mí no se me ocurrió nada de eso. Veo que no me lo creés… [Se ríe].
Me cuesta creer que al escribir un cuento no trates algo.
En todo caso, la trama. Quiero llegar hasta el final y que sea lindo. Aunque lindo parezca una palabra frívola; a mí no me gusta leer fealdades. Que produzca un efecto estético. Que alguien diga “Qué lindo cuento”. En el cuento “Problema resuelto” hay una trampita mía que no quiere simbolizar nada; sólo quise transferirle un problema al lector.
Una intención que está dentro del cuento, no que lo trasciende…
Exactamente. La intención de jugar.
¿En el proceso de escribir un cuento, una novela, te has encontrado con un Fernando Sorrentino insospechado?
No, no. Más o menos soy previsible. Se me van ocurriendo las cosas que normalmente se me ocurren. No sólo cuando escribo; también cuando estoy viajando en colectivo o cuando ando en bicicleta. Y, bueno, generalmente tengo cosas en la cabeza que se parecen a mí. Y que se parecen a lo que escribo: observaciones, por ejemplo. A veces observo los razonamientos de la gente, cómo las personas sacan conclusiones absurdas. Conclusiones equivocadas, de premisas también equivocadas. Por ejemplo alguien dice: “Ayer me lastimé la rodilla porque me caí”. Y el otro, en vez de asombrarse de que se haya caído, le pregunta: “¿Ayer?”, dando a entender que lo extraño es que se haya caído ayer, y no hoy o mañana. Qué cosas raras que dice la gente. Otra: en la pantalla del televisor aparecen cuatro personas. Alguien dice: “Uh, ahí está Juan Pérez”. Yo pregunto: “¿Cuál es?”. Me dicen: “El del medio”. Como el número es par no hay ninguno en el medio. O será el segundo empezando de la izquierda o el segundo empezando de la derecha. Esos razonamientos a mí me fascinan. El ser humano es bastante irracional.
Se podría decir que es una mala utilización del lenguaje, y también que la manera en que se utiliza el lenguaje es como se razona…
Una cosa es consecuencia de la otra. Pero el lenguaje es previo al razonamiento. No recuerdo quién de los revolucionarios franceses tenía que hablar en la Asamblea y no tenía la menor idea de lo que iba a decir. Pero cuando empezó a hablar el lenguaje le fue dando las herramientas y tuvo una elocuencia maravillosa. Eso lo leí en un libro de Ernst Cassirer, hace como cuarenta años…
Si vos no hablás, no exteriorizás, no podés razonar. Sin lenguaje no se puede razonar.
Sabemos que te sentís orgulloso de no pertenecer ni al consorcio de tu edificio.
Exactamente.
¿Qué opinas de los círculos literarios? ¿Nunca perteneciste a un grupo de lectura o a un taller literario?
No, no. Yo pienso que esos círculos… bueno, cada cual sabe por qué los integra. Yo no los integraría porque me sentiría extremadamente incómodo. Mis amigos son… es decir: todos mis amigos tienen algo que ver con la literatura, pero cuando me junto con ellos en realidad no hablamos de literatura: chusmeamos, sacamos el cuero al prójimo, hablamos de fútbol, de otras cosas, hacemos bromas, yo qué sé. Para mí, esos círculos deben tener origen en una especie de temor gregario. Como esas manadas de animales miedosos que se juntan para sentirse protegidos.
¿Admirás a pares tuyos, me refiero a escritores contemporáneos que escriben actualmente?
Lo que pasa es que yo últimamente me he anquilosado en ese sentido porque tiendo a leer y releer cosas que leí hace muchos años… Y al mismo tiempo casi no he leído a personas que son menores que yo.
Algunos escritores me han decepcionado a tal extremo que me han sacado las ganas de seguir leyéndolos. Yo, hacia 1975 ó 1976, cuando era una persona mucho más entusiasta que ahora, y era -y sigo siendo- admirador de Laurel y Hardy, fui con el corazón abierto a leer el famoso libro de Osvaldo Soriano, Triste, solitario y final. Y me llevé una decepción terrible. Me pareció un libro infantil, demagógico, esquemático, superficial, un libro que tenía que caer muy bien entre la “gilada intelectualosa”. Al mismo tiempo, los chicos traviesos del diario La Opinión se habían puesto de acuerdo para proclamar que Triste, solitario y final era un gran libro. Yo pensé: “O tienen razón los picarones de La Opinión, o tengo razón yo”. Y, como prefiero confiar más en mi juicio que en el ajeno, en ese mismo momento decidí que nunca más iba a leer ningún otro libro de Soriano.
¿Los escritores que tienen opinión propia difícilmente pueden integrar un círculo literario?
Yo sólo puedo hablar por mi persona. No sé qué piensan los demás.
Sin embargo, podría nombrar… Una escritora algo menor que yo, pero que tiene algunos cuentos que me han encantado, es Susana Silvestre. Un cuento titulado “Las grandes maniobras” me pareció una obra de arte. Precioso. Es más o menos del año 83, por ahí. Susana Silvestre nació en el 50.
Recuerdo otro cuento excelente, con mezcla de sorpresa y de sabia ambigüedad: “La Vez Definitiva”, de Marcelo di Marco.
Abelardo Castillo, tiene varios cuentos muy buenos, pero recuerdo especialmente uno, “Volvedor”. Un cuento que funciona como un mecanismo de relojería.
Y hay otros autores que, en fin…, no logro comprender cuáles son sus méritos. Yo compraba prácticamente todos los libros de literatura que publicaba el Centro Editor de América Latina, y leía cuentos y novelas.
Por ejemplo, parece ser que ahora es obligación venerar a Juan José Saer, que solía figurar en esas antologías… Y esos cuentos no tienen ninguna gracia, ninguna sorpresa, son monocordes… Es posible que él sea un narrador genial, pero, sin duda a causa de mis limitaciones, El entenado, que leí hace poco, me resultó insoportablemente aburrido…
Por mis épocas juveniles leí nada menos que cuatro novelas de David Viñas: Los dueños de la tierra, Dar la cara, Cayó sobre su rostro, Un dios cotidiano. Lo cierto es que las leí sin esfuerzo y sé que no me aburrieron. Pero casi no me ha quedado ningún recuerdo de ellas, lo que me hace pensar que invertí una cantidad importante de mi tiempo en leer para el olvido. Naturalmente, Viñas escribe infinitamente mejor que Sábato, que es un prosista bastante torpe. Sin embargo, puedo recordar más episodios de Sábato que de Viñas, y quizás esto tenga que ver, no con las palabras, sino con los hechos narrados. Creo que, a pesar de su torpeza estilística, lo que narra Sábato es mucho más interesante que lo que narra Viñas.
¿No sentís la necesidad de intercambiar opiniones con los escritores nombrados?
Ni con los nombrados, ni con los no nombrados. Yo soy muy amigo de Juan José Delaney, él es un apasionado de la literatura como yo, pero no hablamos de eso. Él no me hace leer sus cuentos ni yo le hago leer los míos. A mí no me gusta que me pidan opiniones sobre originales ajenos, y tampoco me gusta pedirlas sobre los míos. Digamos: no consulto a nadie, no recabo ninguna opinión.
Por último, de todo esto hablado, recordado, ¿se te ocurre en este momento alguna anécdota que quieras contarnos?
Yo cursé el profesorado en el Mariano Acosta. Ahí tuve como profesor de lengua a don Julio Balderrama, que es el hombre más inteligente que yo haya conocido, en todo sentido. Una vez nos hizo escribir una redacción. Y yo la escribí a mi manera, pensando que la hacía muy bien. Luego Balderrama me hizo sus observaciones. Fueron dos o tres minutos en los que yo aprendí muchísimo. Porque él me dijo lo siguiente: “Si uno escribe, más que relatar, tiene que mostrar”.
Tiempo después leí el libro de Ortega y Gasset Ideas sobre la novela. Y ahí Ortega y Gasset escribe algo que me confirmó lo que me había dicho Balderrama. Él contaba que, en una novela de Emilia Pardo Bazán, ella decía que cierto personaje era muy gracioso. Pero Ortega y Gasset leía el libro y no le veía hacer ninguna gracia al personaje. Se sentía irritado porque la autora decía que el personaje era gracioso y él se preguntaba ¿por qué?, dado que el personaje no había hecho ninguna cosa graciosa. Desde luego, en vez de decir que tal personaje es gracioso, en vez de declararlo, uno tiene que hacerle hacer cosas graciosas. Y todo eso, que parece el abecé de la narrativa, uno a veces necesita que alguien se lo diga, o, si no, lo descubre por sí mismo después de equivocarse varias veces. Yo me di cuenta de eso gracias a las palabras de Balderrama -claro, yo le prestaba muchísima atención a todo lo que decía- . Y eso lo aproveché.
Podría dar un ejemplo clásico de una narración escrita por alguien que no sabe narrar: el Cándido de Voltaire, que adolece justamente de ese defecto. Cuenta, pero no muestra.
¿Podríamos decir que el escritor a la hora de escribir debe pensar en un lector que termina de completar la idea? O sea: si ve a un hombre haciendo cosas graciosas, que el lector diga: este tipo es gracioso.
Exactamente, el lector no tiene por qué confiar en la palabra del narrador. Sí tiene que creer en lo que el autor le muestra: ésa es la verdadera prueba de la eficacia narrativa.
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Notas
1. Se refiere al cuento “Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza”, que forma parte del volumen Imperios y servidumbres (1972). Puede leerse en:
http://sololiteratura.com/sor/sorrentinoexiste.htm
2. Entrevista de Carla Pravisani:
http://www.elaleph.com/boletin.cfm?edicion=200105&seccion=6
3. “El narrador escribe un cuento; el lector suele leer otro”:
http://www.letralia.com/140/articulo03.htm
Fernando Sorrentino nació el 8 de noviembre de 1942. Es escritor y profesor en Letras. Su obra narrativa se compone de los siguientes libros de cuentos (La regresión zoológica, 1969; Imperios y servidumbres, 1972; El mejor de los mundos posibles, 1976; En defensa propia, 1982; El remedio para el rey ciego, 1984; El rigor de las desdichas, 1994), un relato extenso Costumbres de los muertos, 1996) La corrección de los corderos y otros cuentos, 2002; Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza, 2005; El regreso y otros cuentos inquietantes, 2005. etc. Una novela no demasiado larga Sanitarios centenarios, 1979. Y sus libros para niños y/o adolescentes: Cuentos del Mentiroso, 1978; El Mentiroso entre guapos y compadritos, 1994; La recompensa del príncipe, 1995; Historias de María Sapa y Fortunato, 1995; El Mentiroso contra las Avispas Imperiales, 1994; La venganza del muerto, 1997; El que se enoja, pierde, 1999; Aventuras del capitán Bancalari, 1999. Es también autor de dos libros de entrevistas: Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, 1974; Siete conversaciones con Adolfo Bioy Casares, 1992. Su obra ha sido traducida a varios idiomas, y distinguida con numerosos premios y menciones.