La Caricatura del Horror (Escarabajo de Oro Nº 4, diciembre 1961)

Por Abelardo Castillo

Nota aparecida en el Escarabajo de Oro Nº 4, diciembre 1961.

Porque hasta el horror nos llega adulterado, el súbito nazismo que removió la captura de Eichmann, tiene, también, cierta cosa grotesca —de barbarie con minúscula— que no por infame deja de ser ridícula. De ningún modo vamos a aminorar este fenómeno, ni a perderlo de vista. Está ahí, ante nuestros ojos, impunemente fértil. Lo favorece, lo condiciona, la irresponsabilidad de quienes olvidan, o lo fingen, donde acaba lo que empieza por ser una swástica injuriando una pared, o un lamparón, como un cuajo, en el frente de una sinagoga. Ahora, cuando todo el mundo pierde la memoria, nosotros no olvidaremos cómo empezaron, en la Alemania de los años 30, en esa Alemania arrogante que la humanidad, luego, debió aplastar como a un bicho ponzoñoso, aquellos jovencitos animalescos, desvastados moralmente de mal digerida filosofía, marcos en el bolsillo e hipótesis de manicomio, cuyo equivalente pardo por los arrabales de América son éstos, entre afeminados y gangsters de confitería, que lucen gabán azul, metralletas debajo y, en la solapa, una flor federal.
Lo pernicioso de ser imbécil no es —claro— la individual confusión química de ciertas células nerviosas, sino lo otro: la lógica de imbéciles, su consecuencia histórica. Pasa, incluso, con los insectos. Y luego hay que sacar la cama al patio, y prenderle fuego. En eso estamos. Porque es bueno decirlo de una vez: o el intelectual asume la responsabilidad de usar la Torre de Marfil para, empuñándola, blandirla sobre la cabeza de alguien, o viene Atila y nos barre Périrgord, con nosotros dentro. No es casual la aversión patológica que estos muchachos le tienen a la inteligencia. Demuestra que no se equivocaba Goering (o Goebels) cuando gritaba —imaginamos su voz finita, histérica— que al escuchar la palabra cultura sacaba el revólver. Legítima defensa, como se ve. Pero eso no es todo. Como las experiencias que Pavlov realizó entre los monos valen, sin duda, para el nazi, hay siempre el peligro de que un reflejo condicionado le haga apretar el gatillo y mate no sólo a un filósofo, a un escritor o a un artista, sino a cualquier persona decente. La amenaza es grave. Ni siquiera un nazi —un Tacuara, un Mazorca un bobo— dejará de sentirse más o menos Protágoras: inventa, de pronto, un sistema de acuerdo a su estatura. El resultado es un Universo de enanos. Claro que el genio argentino, o está encauzado en otro rumbo, o ni siquiera existe para la infamia.
Con una realidad tan poco gigantesca, hasta el horror, como dijimos al principio, tiene algo de espúreo, de despreciable. Si hubiese que buscar una analogía entre nuestros nazis y sus atroces paradigmas, deberíamos, ridículamente, imaginar ésta: la caricatura defectuosa de un opa. Pero de todo ello no se sigue que, llegado el caso, los hombres sanos no perdamos la paciencia.
No hemos encontrado una sola persona de bien, judía o no, y de la ideología política que se le antoje al lector, que ante la mención de estos Vikings de carnaval haya dudado el remedio: un importante puntapié, donde hace falta. Y a otra cosa. No se trata ya de redactar un cuidadoso manifiesto y, con excelente sintáxis y notorias firmas, repudiar que se tirotée un teatro independiente, se ponga una bomba en otro, se asalte a medianoche un campamento de muchachas hebreas o se escriba en las paredes que, matando un judío, se engrandece el país. No. Se trata de algo menos célebre, más contundente. Y pensamos que hasta el judío, pueblo al que Jehová da paciencia como a otros da hornos crematorios, tiene que acabar por enojarse. Ya es hora de tirar por la ventana esos absurdos prejuicios, que insultan a la grandeza de su historia —una grandeza violenta cuando fue necesario aquel fragoroso desorden, que cantó Déborah, de carros desparramados por el aire y por el agua; o cuando hubo que pasar por encima de Amalec, de sus tribus, y arrimarse a las murallas; o después, cuando a Josué le pareció bien tumbarlas con estrépito, escalar las piedras y comerse alegremente las espigas de Canáan; o cuando un Macabeo les enseñó a borrar antisemitas, aunque fuera sábado, en los despeñaderos de Israel—, prejuicios suicidas, queremos escribirlo, acerca de que lo mejor es hacerse el desentendido. “Evitar represalias” esa intolerable precaución que enarbolan los padres de cada muchacho judío dispuesto a poner un poco de orden en el mundo, sólo se entiende LUEGO de haber puesto un poco de orden; es decir, como actitud estratégica, militar, jamás como estúpida resignación sabática.
Y en cuanto al no-judío, y acordándonos de los 40 millones de cristianos muertos por los nazis, sólo quien no tenga la menor idea de lo que fue el nazismo —de lo que son, en el fondo, todas estas repugnantes teorías raciales más o menos genocidas—, podrá vivir en paz creyendo que un antisemita es, solamente, un antisemita. Creado el mito del “judío esencial”, disimulado el verdadero conflicto de la sociedad bajo la apariencia de un problema entre arios y judíos, el antisemitismo hizo posible la implantación de un régimen que, en los hechos, fue la maquinaria de exterminio más feroz que conoció la humanidad. Un vergonzoso sofisma, vergonzoso porque en la mitad de los casos oculta la cobardía, y, en la otra mitad, disfraza una despreocupación criminal, es éste del no-judío que opina: “el problema del antisemitismo importa sólo al hebreo”. Deslumbrante fábula. Y a veces hemos sospechado que aún quien eso postula, sabe, en secreto, cuánto miente. Y en estos casos es mejor no averiguar POR QUE miente. Sartre ha escrito: Puesto que somos culpables y que nosotros también corremos el riesgo de ser las víctimas, necesitamos estar muy ciegos para no ver que el antisemitismo es en primer término asunto nuestro. No corresponde en primer término a los judíos hacer una liga militante contra el antisemitismo, sino a nosotros. (J. P. Sartre, “Reflexiones sobre la cuestión judía” pág. 141). Porque un delincuente, un candidato a la lobotomía (quirúrgica o no) que disimula su inutilidad física detrás de una pistola automática, y su insuficiencia mental quemando una biblioteca, o embadurnando el busto de Sarmiento —que si estuviera vivo, sí que nos íbamos a divertir en grande— no es SOLO un antisemita. Es un anticualquier cosa. Un mal bicho al que conviene fumigar pronto, y lo demás es retórica.
La teoría de las razas, que, en Alemania, llegó a la medición del cabello humano para establecer diferencias entre unos, los hijos del fuego ario, y otros, los demonios de nariz ganchuda, es una teoría que se arrima mejor a la cría de ornitorrincos que al análisis de la diferencia entre un hombre y otro hombre. Los pelos, germánicos, hamíticos, semitas o negroides, están del lado de afuera de la cabeza, y lo único que importa a la Historia de la Civilización, es la claridad de adentro. El concepto racial es un concepto zoológico, Unamuno lo dijo. Y nosotros vamos a agregar que no es sólo un concepto, sino una actitud zoológica. El nazi necesita la idea de la raza, de la “otra” raza, sea negra o amarilla o hebrea, para sentirse, él mismo, justificado dentro de un compacto montón donde su inepcia individual pase desapercibida. No pudiendo reivindicar sus propios valores, puesto que no los tiene, el racista, opta por una ilusoria supremacía racial. Se elige a sí misma “raza”. Escoge, pues, la animalidad. La acepta para sí.
Hay que dar vuelta del revés, entonces, ciertas nociones, optar nosotros por la antropología y actuar de acuerdo. La idea de una “raza pura” es tanto más bestial cuanto, paradojalmente, la enarbolan siempre individuos despreciables, enfermizos, locos sueltos o mocosos, cuya inteligencia ausente corre pareja sólo con su falta de coraje. Magníficos Adanes, sí, para engendrar el superhombre de Nietzsche. Repudiarlos no basta. Hay que combatirlos. Hay (como dicen por ahí) que hacer patria.