Callar, pintar – por Daniel Flichtentrei
I
Un hospital es siempre un sitio caótico. Un espacio habitado por imprevistos, desorientación y un sonoro silencio ficticio. Bajo esa aparente calma se ocultan pliegues de vértigo y confusión. Uno es allí siempre extranjero, cautivo de su atmósfera impersonal, ingrávida.
La habitación de Valentina era sin embargo luminosa y amplia. Desde sus ventanales podían verse con claridad las copas de los árboles y un fragmento de cielo deliciosamente recortado por los límites de la ventana. La cama, inusualmente alta protegía mediante dos barandas metálicas el cuerpo de la enferma que la ocupaba. La cabeza con el cabello recogido, el rostro limpio y adormecido, las colchas dobladas con precisión artesanal. El brazo derecho se extendía por fuera de las ropas y desde él partían o llegaban una serie de cánulas conectadas a tres frascos pendientes de un pie metálico. El conjunto resultaba armónico, fatalmente sereno y, tal vez por ello, siniestro.
Su esposo descansaba sentado sobre un pequeño sillón, absorto en sus pensamientos o en las proximidades del sueño. Joven aún y vestido con elegancia pero sin ostentación respiraba sonoramente aunque sin esfuerzo. Algo – no sabría especificar qué – delataba cansancio pero no agobio, una fatiga inscripta en el cuerpo que le llegaba desde un tiempo inmemorial como si siempre hubiese estado allí.
La entrada del médico produjo efectos inmediatos. Un sobresalto en el hombre que abrió sus ojos y se puso de pie en un único acto y un trémulo estremecimiento en la mujer, algo menor, apenas perceptible.
Seguido por una asistente madura y obesa el doctor se acercó a la enferma. La observó, tomó su mano, miró el complejo sistema de tubos que salía o ingresaba en su cuerpo y rápidamente fijó su mirada en el marido.
-Me han informado que ha decidido llevarse a su esposa a casa. Vine a discutir ese tema con usted.
-Creo que ya lo hemos discutido doctor.
-Hemos hablado del estado de salud de Valentina, de sus posibilidades, pero en ningún momento de sacarla del hospital.
-Yo no encuentro los límites entre un tema y otro.
-Pues yo sí, y muy claramente.
-Sus fronteras no son las mías doctor. Le agradezco su preocupación pero nuestros criterios no coinciden.
-Valentina morirá en su casa, en poco tiempo.
-¿No sucedería eso también si se queda en el hospital?
-Si, pero más tarde, y en otras condiciones.
-No creo que a ella le interesen ninguna de las dos cosas.
-¿Va a decidir Ud. por ella?
-¿Hay otra alternativa? O cree que Ud. está en mejores condiciones para hacerlo sin haber escuchado jamás su voz, sus creencias, sus deseos.
-Dispongo del conocimiento que me permite evaluar la situación de un modo más objetivo. Puedo abstraerme de sus emociones y evaluar el caso con neutralidad.
-Se lo agradezco sinceramente doctor pero no estamos interesados ni en su objetividad ni en su neutralidad. No ahora, no en estas circunstancias.
-¿Qué le ofrecerá en su casa que acá no tenga?
-Un lugar habitable, una historia, la intimidad y la dignidad de despedirse en un espacio que ha sido el suyo.
-¿Si se trata de confort?
-No se trata de confort.
-¿Si quiere recibir más visitas?
-No se trata de visitas.
-¿Podemos solicitar un subsidio para solventar los costos del tratamiento?
-No se trata de costos.
-Lo comprendo aunque no lo justifico. Estamos empeñados en un combate frontal contra el mal que padece su esposa. La enfermedad y nosotros en una lucha cuerpo a cuerpo. Valentina es simplemente el campo de batalla.
-Son esos justamente los argumentos por los que nos vamos a casa. No estoy dispuesto a convertir a mi mujer en campo de batalla si ello no implica una posibilidad razonable de vencer.
-Entonces haré los arreglos y le dejaré una forma de contacto ante cualquier eventualidad. Puede contar con nosotros cuando sea necesario.
El médico y su asistente se retiraron.
Hacía 25 años que estaban juntos. Las cosas se sucedieron naturalmente, casi sin proponérselo. La primera casa: austera pero confortable. El primer hijo: deseado y recibido con alegría. El trabajo: liso, blando, sin sobresaltos. El país: rugoso, áspero, imprevisible. Las vacaciones: regulares, pero sin entusiasmos.
Fernando pintaba desde la adolescencia. Tenía afinidad por la luz y una mirada infrecuente, lo que le permitía producir imágenes extrañas y perturbadoras. Podía ocupar todas sus noches encerrado ensayando perspectivas y mezclando colores. En ese pequeño espacio encontraba una rara inquietud que lo rescataba de la indiferencia de todas las cosas. No pocas veces se avergonzaba de esa sensación. Entonces decidió callarla, incluso para sí mismo. Vivía la experiencia pero jamás reflexionaba sobre ella.
Valentina pudo, pero no quiso, ingresar a ese universo.
Tampoco esto le ocasionó mayores angustias. Supo, que para siempre, ese sería su reducto personal, íntimo. Le resultaba imprescindible pero nunca sintió la necesidad de compartirlo ni de ocultarlo.
Al poco tiempo de vivir juntos recibió el pedido de su mujer como si lo estuviese esperando. No opuso resistencia. Sospechó que era un hecho trascendente y que algo torcería su rumbo de manera definitiva desde ese momento. Pero lo aceptó con fatalidad y una sorda resignación. Supo que algo callaba para siempre pero no pudo nombrarlo.
Invirtió todo un domingo en guardar sus implementos en cajas de cartón y proteger con diarios viejos las obras ya finalizadas. Tiró a la basura los bocetos y varios intentos abandonados hacía tiempo. La minúscula habitación de la terraza se convirtió en sala de planchado. Un olor a ropa húmeda y un calor pegajoso lo expulsaron de allí durante los últimos 22 años. No había por que volver y no volvió.
Los primeros dos días con Laura en casa se sucedieron con relativa calma. Ella permanecía sumergida en un letargo ausente y había que fijar la atención con mucha intensidad para percibir algún signo de vida en su cuerpo. No se quejaba, pero eso hacía que tampoco emitiera el único signo de comunicación con el mundo. Fernando no supo qué era peor. Permaneció a su lado pasivamente, de día y de noche. Comió, durmió y recordó a su lado. Ni la enfermera ni su propio hijo lograron alejarlo de allí en ningún momento. No podría decirse que lo movía un sufrimiento atroz. Tampoco una indiferencia ciega. Sintió que debía permanecer allí y allí estuvo.
Al tercer día subió al cuarto de planchado para regresar más tarde con un atril de madera envejecida y dos lienzos amarillentos. Los ubicó frente a su mujer de manera que recibieran toda la luz que provenía directamente desde la ventana. Enjuagó pinceles y ablandó los pomos de pintura. Tuvo que descartar la mayoría por inservibles pero logró reunir una cantidad suficiente. Se detuvo un largo rato observando la escena antes de comenzar a dibujar con carbonilla negra sobre la tela. Desde entonces no se detuvo más. Pintaba y dibujaba durante horas sin emitir sonido y mirando a su mujer sólo cuando el dibujo lo requería. Cada dos o tres días, según el caso, consideraba finalizado un cuadro y lo ubicaba debajo de la ventana. Lo observaba con atención, “clínicamente” y dejaba una pequeña esquela debajo del lienzo con observaciones. “Está perdiendo expresión en el rostro” o “ahora se observan claramente signos de adelgazamiento” o “desde el Jueves no mueve los labios” o cosas por el estilo. Luego se dormía en el sillón sin otros comentarios.
Fue necesario que la enfermera y su hijo se ocuparan de proveerlo de insumos para su tarea. No tenía que solicitarlo, ellos inventariaban las reservas cada día y se ocupaban espontáneamente de reponer lo faltante. Ninguno de los dos logró, y no por que no lo hubieran intentado, establecer una conversación con Fernando. La única vía de relación parecía restringirse a sus escuetas observaciones escritas al pié de cada obra. Fuera de eso, silencio, sólo silencio.
Su hijo repartía su dolor entre la figura inerte de su madre y la ausencia sombría de su padre. Sintió que ese hombre sufría, aunque no supo exactamente por qué. Siempre había tenido una sensación semejante respecto de Fernando. En realidad aquella distancia sorda que hoy los separaba no era muy distinta de la que siempre había percibido. Sin embargo no sentía ahora, ni lo había sentido nunca, resentimiento o rencor. Más bien esto generaba en él una solidaridad y una piedad infinitas hacia su padre. Jamás pudo explicarse los motivos y nunca le resultó importante hacerlo.
Supo esta vez, como tantas otras, que algo secreto y silencioso lo unía firmemente a ese hombre. Sintió el mudo lenguaje con que su padre le hablaba, el mismo con el que le había hablado siempre. Entendió, esta vez con una brutalidad aún mayor, el código con que Fernando lo amaba. Ese amor inefable y visceral con que un hombre ama a un hijo. Sintió otra vez en la punta de los dedos la fuerza con que él lo tomaba de la mano al salir de la escuela. Volvió a sentir el estremecimiento con que aquella presión y aquella piel lo hacían sentir protegido, inmortal, invulnerable.
Tampoco ahora necesitó palabras, y no las pidió.
Desde que abandonó la casa paterna para instalarse solo en un pequeño departamento, la falta del padre lo acompañaba a diario. Periódicamente lo esperaba a la salida de su trabajo y caminaban juntos, casi sin pronunciar palabras, el largo camino de vuelta a casa. Ambos se sentían reconfortados, los dos entendían que era suficiente y no se reclamaban más.
Cada noche el hijo ingresaba en la habitación y besaba a su madre en la frente. Prolija hasta la exageración, peinada, frágil, olía a lavanda y a muerte. A Fernando lo abrazaba deteniéndose largamente y le retorcía el pliegue del codo en un gesto que venía desde su infancia y que sabía que a él le molestaba pero aún así recibía con agrado. Luego recorría la galería de cuadros en busca de alguna nueva nota “clínica” de su padre. Si la encontraba hacía comentarios encendidos y alababa la suspicacia de Fernando para detectar pequeños cambios que a él le resultaban por completo imperceptibles. Cuando alguna duda aparecía respecto de aquellos signos Fernando se acercaba al cuadro y lo señalaba con la punta del pincel. Entonces su hijo regresaba con la mirada hacia su madre y, ahora sí, reconocía aquello que el cuadro mostraba.
Sabía que el fin de Valentina era inminente y vivió la situación como una prolongada despedida. Hizo los arreglos con anticipación como para que la muerte no resultara un imprevisto. Programó la escena mil veces con la idea de evitar que al dolor por la pérdida se le sumara el fastidio y la desorientación por los trámites.
No pocas veces durante aquellas semanas se paseó delante de la galería de cuadros y constató en la memoria de la imagen el progresivo deterioro de su madre. Aquello resultó un procedimiento implacable para impedir que la lentitud con que las transformaciones aparecían las hiciese imperceptibles. Bastaba con recorrer la hilera de telas para enfrentar a un testigo brutal de la degradación que sufría ese cuerpo agónico y vacío.
Fernando se fue encendiendo con la pintura. Cada vez era más notoria la pasión y la energía que ponía en ese trabajo. En el cuerpo y en la cara, en la tensión extrema de su cuello, y en la desmedida apertura de los ojos se fue instalando un hombre desconocido. Su hijo siguió con atención esa metamorfosis, la leyó signo a signo y fue feliz sin desligarse del drama. Contradictorio y culpable algunas noches hubiese necesitado hablar de ello con alguien, ver la situación reflejada en el espejo de otro. Pero no supo con quien.
Valentina era cada día más un espectro. Ningún rastro de lo que había sido. Poco a poco abandonó su cuerpo que se convirtió en una cáscara ajena y hueca sobre la cama. Los cuadros que Fernando pintaba dieron cuenta de aquello con una contundencia reveladora. Bastaba mirarlos para conmoverse, para tomar conciencia del modo en que ese cuerpo se despojaba de Valentina hasta no contenerla en absoluto. Finalmente, nada en él recordaba a su mujer. Nunca supo hacia donde había ido pero estuvo seguro que ella ya no estaba allí.
Observó el último retrato parado a poca distancia de la tela. Se acercó aún más y registró los detalles de su rostro. La piel, ahora oscura, adherida a los huesos. El cuello con el relieve acentuado de cada músculo, cada tendón. Los ojos retraídos, minúsculos en unas órbitas desmesuradas. La boca pálida y con las comisuras de los labios fatalmente caídas. No miró a Valentina directamente. Sólo tomaba conciencia de sus transformaciones a través de los cuadros. Ellos fueron los únicos intermediarios entre ese hombre silencioso y su agónica mujer.
Tuvo un pensamiento fugaz que aniquiló de inmediato como siempre. Pensó que su pintura era un lenguaje, un medio de aproximarse a aquella mujer lejana. Un procedimiento eficaz para que ella ingresara en él. Pensó que al fin había encontrado una forma de establecer contacto. Pensó que ya era irremediablemente tarde, que ya era inútil. Y no pensó más.
La noche del lunes se sintió excitado con su propia obra. No pudo dejarla, no sintió cansancio, no pudo dormir. Se detuvo largamente a pintar los pliegues de las sábanas con una intensidad inusual. Los trazos de su dibujo fueron más gruesos y más brutales. Por primera vez pintaba de noche, con luz artificial. La imagen resultó especialmente tétrica, nocturna. No pudo alejarse del atril, se sentía adherido a esa superficie, magnetizado a ella. A medida que los colores se fueron terminando se vio obligado a emplear únicamente negros, marrones y azules sobre un fondo blanco y deslucido. Se negó la pausa para preparar nuevas mezclas.
En varias ocasiones percibió los brazos de su hijo sobre sus hombros. Primero delicados, amistosos. Luego el sacudón frenético con el que agitaban su cuerpo. Una y otra vez. Nada pudo separarlo de aquella tela. No permitió que nada ingresara en él.
Las puertas de la habitación se golpearon varias veces. Voces. Luces. Algo giró enloquecido a su alrededor. No pudo medir el tiempo. No quiso averiguar por qué.
Pintó las sábanas sacudidas, al aire. Flotando suspendidas sobre la cama. Se detuvo en ellas, en su lento caer, en el demorado vuelo de su blancura. Transpiró. Sintió la excitación y la furia. Se sostuvo con su cuerpo mástil durante la tormenta.
Finalmente, sin saber cuanto tiempo había transcurrido, se separó del cuadro. Lo tomó entre las manos con más cuidado que nunca. Lo depositó en el suelo siguiendo la larga hilera de su galería. Se alejó apenas. Lo miró asombrado.
Vio el dibujo perfecto de la cama, las ropas suspendidas, la almohada en el suelo. Buscó con desesperación. Hubiese querido introducirse entre las imágenes para seguir buscando. Se sentó en el piso con las piernas cruzadas frente al cuadro. Miró aquella cama vacía. Se sostuvo la cabeza con las manos sobre las sienes y se dejó invadir mansamente por la ausencia.
La esquela que dejó al pie del cuadro decía esta vez: “Ella ya no está allí”.
Momentos después se incorporó y se dirigió hacia la ventana. Escuchó ruidos de autos, puertas que se cerraban, motores. Miró hacia abajo y vio a su hijo junto a otras personas mientras subía a uno de esos coches. Se alejaron lentamente hasta desaparecer sobre el fondo borroso de la calle.
Cuando su hijo regresó a la casa lo encontró bañado y afeitado esperándolo en la sala. Se puso de pie y se acercó sin decir palabras. Lo abrazó enérgicamente. Lo retuvo contra su cuerpo y permitió que él dejara caer la cabeza sobre sus hombros. Le acarició el pelo con la mano abierta y firme.
Se separaron y Fernando guió a su hijo en dirección a la cocina tomándolo del brazo.
– Te preparé la cena. Tenemos tanto de que hablar…
II
Llorar, perder:
Antes de las 7,30 hs. del lunes ingresó como todos los días a la casa de sus padres. Abrió con su propia llave y encontró a la enfermera de la noche dormida sobre la mesa. La cabeza apoyada sobre el brazo y el cabello ocultándole el rostro. Suspendida sobre su falda estaba aún abierta la revista que acompañaba la edición dominical del diario. Cerró la puerta intentando no hacer ruido e ingresó en la habitación de Valentina. La vio acostada, inmóvil pero con los ojos inusualmente abiertos. Los párpados fijos y los globos oculares extáticos. Nada en ellos denotaba que su presencia fuese percibida por la madre. Sin embargo se colocó directamente frente a ella y la miró intensamente a los ojos. Nada. Sostuvo esa posición durante un tiempo que le pareció demasiado prolongado sin obtener respuesta alguna. Sintió algo extraño, pero no pudo saber qué.
Fernando dormía sobre el sillón. Descalzo y con su camisa completamente desabotonada. El abdomen subía y bajaba lentamente con los movimientos respiratorios. Pensó cuánto había adelgazado y qué agotado e indefenso lucía en esa posición. Lo cubrió con una sábana que levantó del suelo y bajó la persiana de la habitación. Salió en puntas de pie de aquella casa habitada por espectros, y silenciosa.
Antes de cerrar la puerta se detuvo con una angustia inexplicable. Volvió a ingresar y se sentó sobre la cama de su madre. La miró fijamente a los ojos mientras tomaba su mano derecha entres las suyas. La mano izquierda estaba atada a la cama con una venda blanca y una tabilla para impedir que el suero se escapara de sus venas.
Durante algunos minutos, hijo y madre, parecieron mirarse mutuamente fascinados, hipnóticos. Pero los ojos de esa mujer ya no miraban, apenas dejaban ver.
Tuvo deseos de llorar, pero no lo hizo. Volvió a salir.
Fue descrita por el genial neurólogo francés Jean Martin Charcot en 1.868. La bautizó con el nombre de esclerosis en placas, en base al hallazgo de zonas cicatrizales en la sustancia blanca del encéfalo cuando realizaba las autopsias de algunos enfermos del Hospital parisino de La Salpetièrre.
Debía dar su primera clase a las 9 hs. por lo que decidió tomar un café en el bar de la facultad antes de dirigirse al aula.
Tuvo la certeza de haber visto en algún lado a un niño que era él. No la imagen o el recuerdo. No una alucinación o un delirio. La exacta percepción de una figura que lo miraba, viva y presente, desde algún sitio que no podía recordar. Cuando logró despegarse de esa sensación tan rotunda encontró a Ana sentada a su lado. Sin decir palabra revolvía su té con lentitud, excesivamente.
Perdón no te escuché llegar.
Me di cuenta, no hay problema. ¿Cómo estás?
Bien
¿Valentina?
Sin novedad.
¿Por qué no pedís una licencia y te quedás en casa?
Sería peor, estoy convencido.
Ana sentía por él un afecto antiguo y entrañable y lo acompañaba sin estridencias cada vez que resultaba necesario. Muchas veces se imaginó que esa mujer debía ser su mujer. Pero siempre desechó la idea. No quería atarse a una persona y sabía que a ella no podría engañarla. No creyó que fuese capaz de restringir la diversidad de sus contactos por la intensidad de una pareja. No por ahora.
¿Hay algo más?
Sí. Algo extraño, difícil de transmitir.
Intentalo.
Hoy, en algún momento que no recuerdo, en algún lugar que no puedo precisar, sé que vi a alguien, una persona, un chico.
¿Y qué tiene eso de extraño?
Que ese chico era yo, Ana. Pero no es una ilusión ni una fantasía. Era yo.
Ahora sí que se complican las cosas.
Sí, no me lo explico.
Tal vez ese sea el problema. No intentes explicártelo.
¿Y qué hago?
Aceptalo o dejalo, simplemente.
Ana podía incorporar hechos aparentemente ajenos a la realidad sin que entraran en contradicción con su criterio de lo real. No era la primera vez. Los sucesos más inexplicables ni siquiera la inquietaban. Los narraba con la misma frescura y verosimilitud que cualquier otro hecho de la vida cotidiana. A él esto siempre le pareció extravagante pero sincero. En ella resultaba natural y se lo aceptaba.
Entró en el aula a las 9 en punto. Unos 35 alumnos ya estaban sentados y hablaban sin estridencias. Una vez frente a la clase se produjo un silencio algo más pronunciado que lo esperado, inusual. Tomó un trapo y comenzó a borrar el pizarrón bajo una nube de polvo blanco que desprendía la tiza al ser removida. Se detuvo al llegar al borde derecho y leyó una inscripción desprolija pero legible:
Muchos nos “escribimos” en este seminario. Ahora, después de tus clases, nos “inscribimos”. Gracias por eso. Sabemos lo que pasa y te hacemos el aguante.
Por segunda vez en ese día tuvo deseos de llorar pero no lo hizo.
Miró al grupo sin personalizar su mirada en nadie en particular y dijo:
– Gracias, me hacía falta.
Entonces decidió modificar el tema previsto para su clase. Se dejó llevar sin pensarlo demasiado. Sin saber claramente hacia dónde se dirigía.
Voy a hablar de la memoria. De esa sustancia tan inasible y tan etérea pero con efectos tan brutales como para generar una guerra, derrumbar una vida o impedir un amor. ¿Qué cosa será la memoria? ¿De qué estarán hechos sus átomos? ¿Dónde habitarán sus contenidos? ¿Recordamos hechos o recordamos recuerdos?
Decía Samuel Beckett refiriéndose a Proust: “El hombre con buena memoria nunca recuerda nada porque jamás olvida nada”.
Paul Auster hace decir a uno de sus personajes que “el misterio de lo que aún no ha ocurrido podía guardarse en la memoria”. Como el huevo de la serpiente, los rastros de lo que seremos están inscriptos en el presente. También las huellas de lo que fuimos. Fatalmente nos convertiremos en lo que somos.
Cuántos de ustedes recordarán esta mañana de Abril.
Cuántos convocarán, desde las múltiples estaciones del dolor y del fracaso, la sensibilidad exasperada y el secreto temblor que hoy nos une.
Puede alguien asegurarme que los múltiples hombres y mujeres que hemos sido no circulan inadvertidamente entre nosotros. Puede alguno afirmar que los fantasmas de lo que serán no viajaron esta mañana en colectivo con ustedes.
¿Cuándo muere un recuerdo? ¿Cuándo nace? ¿Qué maldita cosa se lleva la muerte? ¿Hacia dónde? ¿Qué sucede con esa versión única que de nosotros tienen los demás cuando ellos mueren?
Habló durante más de una hora. Sin detenerse, poseído por una necesidad incontenible de palabras. Los alumnos permanecieron en silencio, absortos y conmovidos. Finalmente dijo: gracias y perdón. Luego se retiró del aula.
Buscó un taxi en la puerta de la facultad pero antes de encontrarlo Ana estacionó frente a él y lo invitó a subir.
Te llevo, no tengo nada que hacer hasta la tarde.
Gracias, acepto.
¿Hacia dónde vas?
No lo sé exactamente, estoy algo confundido.
Pensalo, mientras tanto te invito a almorzar.
Ana conducía el automóvil lentamente mientras él la miraba con atención. Muchas veces la imaginó en distintas situaciones. Dormida bajo el sol en una playa, desnuda en su cama mirando el techo, leyendo sentada en el piso de su departamento. Ahora no podía saber qué era real y qué no lo era. De todos modos la diferencia no le pareció demasiado trascendente.
Se sentaron a la mesa más alejada de un viejo restaurante porteño al que habían ido otras veces. Ana mordía trozos de pan, él daba pequeños sorbos a su cerveza.
Creo que lo que verdaderamente tengo que averiguar es dónde vi a ese niño. Me importa mucho más saberlo que entender qué fue lo que vi.
Podemos repasar juntos todas las posibilidades.
Sé que crees en lo que te cuento, pero ¿por qué?
No sería nada nuevo ya le sucedió a Borges, Papini, Cortázar, Dostoievski, Nerval, Abelardo Castillo… por qué no iba a ocurrirte a vos.
Es verdad. Un hecho con antecedentes se hace menos fantástico. Es casi una vulgaridad, un lugar común.
Almorzaron sin apuros. Sintió que la angustia se disipaba al saber que alguien podía observar los hechos con menos desasosiego que él. Su calma lo tranquilizó y pudo pensar en ello con menos angustia.
Sé que fue en una ventana, un espejo, sobre el agua, alguna superficie que me permitía verlo directamente o que reflejaba con claridad esa figura.
¿Pudiste reconocerte de inmediato?
Sí, no tuve ninguna duda.
¿Podés reconstruir la escena?
Estaba sentado en el suelo. Las rodillas apretadas contra mi mandíbula y los brazos rodeando las rodillas. Asustado, creo. Estaba oscuro. Yo miraba hacia arriba, hacia mí mismo, en este caso.
Por la tarde desarrolló sus tareas habituales prestando atención a cada ventana, cada espejo, cada superficie reflectante. Antes de volver a su casa decidió volver a pasar por la de sus padres. Ya era de noche pero aún había intenso movimiento en la calle.
No encontró a la enfermera tal vez por que estaba en el horario del cambio de turno.
Entonces se producía un breve intervalo en el que ya se había retirado la de la tarde y no había llegado todavía la de la noche. Ingresó en la habitación de sus padres.
Aunque no se conoce la causa de la enfermedad con pleno detalle, existen evidencias importantes que indican que es una enfermedad autoinmune, es decir, que las propias defensas del organismo (el sistema inmune) ataca al sistema nervioso por equivocación, produciendo su lesión.
Fernando estaba de pie pintando frente a una tela apoyada sobre un trípode de madera. Abstraído, inusualmente enérgico en sus movimientos. Se acercó a la cama de Valentina y vio los mismos ojos desmesuradamente abiertos que había visto por la mañana. Su madre estaba sin embargo más inmóvil y más ausente que otras veces. Aproximó su cara a la de ella y mientras observaba su tórax quieto percibió claramente que Valentina no respiraba. Tomó bruscamente su mano y buscó el pulso sin encontrarlo. Soltó esa mano con espanto y se puso de pie. Llamó a los gritos a Fernando que no parecía escucharlo. De un salto se puso de pie y tomó a su padre por lo hombros. Lo sacudió con vehemencia, muchas veces. Fernando no se enteraba ni de sus gritos ni de su movimientos. Inconmovible continuaba pintando como si estuviese en otro lugar, distante a cuanto sucedía a su alrededor. Su hijo corrió hasta el teléfono. Parecía dispuesto a hacer una llamada con urgencia, pero de pronto se detuvo por completo. Dejó el tubo sobre la mesa sin colgar el aparato. El sonido del tono se transformó en un pitido intermitente que tampoco él escuchaba ahora. Miró hacia la cama donde estaba el cuerpo de Valentina. Miró a su padre pintando enfurecido, de pié frente a la tela. Se acercó hacia su madre y se sentó nuevamente frente ella. Los ojos abiertos le daban un aspecto contradictorio e irreal. Los miró intensamente. Al hacerlo percibió con claridad la silueta de un niño en su interior. Ese niño era él durante una noche de pánico cuando tenía cuatro años. Lo recordó de inmediato. Aterrado huyó de la oscuridad de su cama pero sólo pudo llegar hasta un rincón de la habitación. Allí se sentó en el piso derrumbado por el miedo. Apretó con los brazos sus rodillas y a estas contra su mandíbula. Temblaba pero no podía llorar. De pronto se abrió la puerta y apreció Valentina a penas iluminada por la escasa luz que llegaba desde el pasillo. La miró, desde abajo. Alta, inconmensurable, bella e invencible su madre era una diosa que llegaba para rescatarlo. Lo tomó en sus brazos sin decir palabras. Lo apretó contra su pecho. Sobre la blandura láctea de ese sitio que no era de este mundo, él se durmió de inmediato. Nunca se lo pudo agradecer. Pocas veces él mismo recordaba aquel momento. Pero siempre estuvo presente. Más allá de las palabras que la nombran esa escena se resistió a la demolición de la infancia y al ímpetu salvaje del mundo que lo capturaba.
Volvió a mirar los ojos de su madre. Volvió a ver al niño que había sido con toda nitidez. Comprobó con espanto que ahora el niño yacía muerto en la oscuridad de la habitación. Apoyó delicadamente sus dedos sobre los párpados helados de Valentina.
Tuvo deseos de llorar, y lo hizo.
Un coche o un camión disolvía el rugido furioso de su motor, lejos, noche arriba.
Sólo, como nunca jamás se había sentido, le cerró los ojos definitivamente.