Grupos de Vanguardia o viceversa (El Grillo de Papel Nº 5)

Por Abelardo Castillo

 

Artículo aparecido en El Grillo de Papel. Agosto-septiembre de 1960.   

No hay época en la que los poetas hayan dejado de presumir, a corto plazo, la venida del Mesías o el Apocalipsis. Hoy, por ejemplo, se habla de beat generation, iracundia nouvelle vague, grupos de vanguardia. Y se habla con tal fervor que no hemos podido evitar contaminarnos. Esta nota es el síntoma.
Ignoro si estamos asistiendo, como se pretende, a una decadencia general de las artes, o, por el contrario, nos hallamos a las puertas de una revolución de sus métodos expresivos —como también se pretende—. Ambas teorías, a juzgar por la frecuencia con que aparecen a lo largo de la Historia, han dejado, igual que el lobo de la fábula, de ser temibles. Entiendo que lo sensato es aceptar ahora, como siempre, que ciertos creadores —los que en virtud de su importancia expresen mejor, satisfagan mejor, las exigencias de nuestro tiempo— perdurarán en la memoria de los hombres. Este juicio, lo sé, pese a su sencillez, resulta aparentemente demasiado grandioso para ser escrito en una revista de 5.000 ejemplares, en la Argentina, y en 1960: de todos modos es inevitable. Nos precave de malentendidos.
Juzgando por la opinión que nuestros poetas, algunos de nuestros poetas, tienen de sí mismos, se conjetura que Buenos Aires, poco más o menos, es la nueva Fócida del Río de la Plata. En lo que respecta a fecundidad, no hay nada que objetar: el inagotable pecho de las Musas es, sin dudas, la mejor característica de nuestra poética actual. Apenas pasa semana sin que se publique algún libro de versos, ni día sin poeta inédito que, llegando a la redacción de nuestras revistas, juegue su inmortalidad al azar de una lectura. En apariencia el espectáculo es hermoso: piensa uno en la Tebaida, rememora a los Rischis que cantaban por los caminos la enseñanza del Ramayana, evoca carros tirados por panteras. Desdichadamente, la verdad es otra. Y no creo que sea exagerado atribuirnos una razonable mediocridad y afirmar, por ejemplo, que somos un país de poetas menores. Queda por allí alguna magia de Pedroni, de Portogalo, del Capdevila que escribió Melpómene o El Libro de la Noche; de Banchs, Borges, Tuñón o Luis Franco: todo lo demás —salvo acaso Dávalos y Mastronardi— es todavía poesía menor. Me refiero, claro está, sólo a los poetas vivos (que son, por otra parte, los únicos que pueden defenderse a sí mismos), y decepciona confesar que, alguno de los citados, está apenas vivo. Mientras tanto, en disputadas mesas redondas, se sigue hablando de los nuevos métodos, las técnicas europeas, y los grupos de vanguardia.
Ahora bien. La existencia de una vanguardia poética presupone otra existencia, anterior y considerable: la de la poesía. Estar en la vanguardia implica haber reaccionado contra algo, para negarlo y superarlo; algo que necesariamente debe existir, puesto que plantarse con elocuencia frente o la nada no es eficaz. Y en un medio como el nuestro, donde se torna poco inteligible hablar de “poesía argentina”, donde mucho menos riesgoso que citar poetas suele ser nombrar algún libro o, a veces, algún poema, nos perece absurdo jugar a vanguardistas si antes —necesariamente antes— no se ejemplifica con buena poesía. Conozco, es cierto, una juventud creadora, vital, que trabajo honestamente en busca de su verdad poética —hombres de 20 a 30 años, quienes, por razones de obvia cronología, aún no han podido probar su inequívoca presencia en nuestras letras—, y entre lo cual, acaso, se halla aquel que reclama la poesía argentina. Omitirlos en este apunte no significa desconocerlos, pero, saber de ellos, tampoco significa cambiar la opinión que nos merece la actual realidad de nuestra literatura: somos culpables de mediocridad.
La intrascendencia de nuestro arte es un hecho concreto, y no pierde validez, su validez de hecho concreto, por más causas que se acumulen para justificarlo. Somos —se arguye— un pueblo joven, sin trayectoria histórica, y, la única que tenemos, es deleznable. Sociólogos últimos y hábiles constructores de tercetos coinciden, a veces, en que nuestra falta de genio se deduce de lo que ha dado en llamarse “la década trágica”; otros sospechan que su origen histórico está más lejos: a partir de Uriburu. Lo que tampoco explica nada. Ingenua o maliciosamente suponen que bajo gobiernos totalitarios, o fraudulentos, el arte está inhabilitado para florecer; olvidan, entre otros olvidos, que la cultura romana se gestó en una sociedad regida por los dictadores más abominables que dio la humanidad (1). Ya hemos dicho en una nota anterior lo difícil que resulta establecer clara relación entre las condiciones histórico-políticas y la calidad del arte que produce un pueblo. Herbert Read asegura que Inglaterra, en los últimos 400 años, no ha mostrado lo menor prueba de gusto artístico, y agrega: sin embargo, durante ese lapso, ha sido el país capitalista más altamente desarrollado. (Herbert Read, Anarquía y Orden, pág. 72.) Al mismo tiempo, la sojuzgada Irlanda engendro los patronímicos de los O’Neill, los Wilde, los Shaw, los Joyce y, también al mismo tiempo, la prolija, la democrática y ejemplar Suiza, se perfecciona —como diría Orson Welles— en la fabricación de relojes cu-cú. Esto enseño a no deducir ecuaciones rigurosas, al menos no deducirlos ligeramente, entre Arte y estructuras económico-sociales. 0 se corre el albur de asegurar como una poetisa nuestra, que no se comprende nada mientras no se haya comprendido que todo es confusión.
El hecho concreto, pues, podrá o no ser justificado en base a cálculos estadísticos o atenuantes históricos, pero, toda vez que existe, es preferible aceptarlo y partir de él: no hay un gran arte, no hay una gran poesía argentina. Sin embargo hay poetas de vanguardia, o mejor, para emplear un giro grato a nuestras, mesas redondas, hay grupos poéticos de vanguardia.
No voy a detenerme ahora ante la evidencia de que ninguno de ambos términos —grupo y vanguardia— es capaz de expresar por sí mismo una valoración estética; lo atinado es desentrañar un poco el segundo. Vanguardia —leemos— es porte de una tropa armada que camina delante del cuerpo principal y lo protege. Paradojalmente, nuestros vanguardistas desestiman la acepción combativa, vital, del vocablo; de tal suerte que, en algún caso, poetas que aseguran estar trabajando en los límites de la expresión, hacen suponer que han optado por trabajar en el límite derecho. Además no sólo marchan a la zaga de nuestro cuerpo principal, sino que en vez de protegerlo —es decir colaborar a que perduren, sin equívocos, los auténticos valores de la pasada literatura— niegan todo lo hecho hasta aquí, de un plumazo, como si a partir de ellos debiera echar cimientos el edificio de lo historia. Los métodos de que se valen sin embargo, no son demasiado prometeicos. Hay tres.
El primero consiste en trasladar, con menos maestría que impunidad, giros, palabras, metáforas ajenas y engarzarlos en un poema propio. Las víctimas propicias de este azul vandalismo son: Paul Eluard, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y, sobre todo, César Vallejo. No se trata de influencias. La influencia es inevitable y creadora; un escritor sin ella me parece tan inconcebible como el Espíritu Santo. Lugones, el más influenciado de nuestros poetas, no dejó por ello de ser grande; Darío, desde Bécquer a Whitman, asimiló a cuantos se cruzaron en su camino, pese a lo cual —o quizá por eso— supo introducir su modernismo, mestizo e inmortal, en la fatigada España. Y lo propio vale para Asunción Silva, cuyo memorable Nocturno, el poema más atrevido de su tiempo y uno de los más bellos de la literatura americana, es producto directo de la originalidad de Poe —cuya originalidad, a su vez…, etc.—. Pero hemos dicho que no se trata de esto: la influencia es fecunda, corre como la sangre y a su tiempo engendra; los poetas que digo padecen de esterilidad. Y en esto se asemejan a los hoplomakos; también, sospecho, en el talento.
Pero olvidarse frecuentemente de ser honrada, no es la única omisión de cierta poesía argentina. Carece, por lo general, de puntos y comas. Este es el segundo método.
Concedo que escribir sin puntuar, hace treinta años, pudo resultar audaz, hasta revolucionario —y hace 30 siglos, perfectamente natural, dado que la puntuación no existía—; de todos maneras siempre fue bastante confuso. No quiero que se me interprete mal: lo reprochable no es el método —Ferlinghetti, con puntos o sin ellos, puede escribir compulsivos poemas—; lo reprochable es que, con puntos o sin ellos, algunos poetas argentinos escriban versos. El estilo, la técnica de un creador, su lenguaje, son por supuesto tan inalienables como su concepción del mundo, y se dirá que hace buen uso de ellos en la medida que le sirvan para expresarse con belleza, es decir, en la medida que sea artista. He ahí la cuestión. Cuestión que no puede ser resuelta a menos que, además de decirlo con originalidad, tenga algo necesario que decir.
Antes de pasar al tercer grupo quiero precisar los términos. Muchas veces se ha repetido, desde nuestra revista, la palabra necesario. Hemos hablado de arte como necesidad histórica. Insistimos en que no es un giro más o menos estupendo: el arte, o bien se entiende como elemento constitutivo del desarrollo humano, o no se entiende en modo alguno. Pedro Kropotkine, en su estudio sobre la literatura rusa, afirmaba que acaso Tolstoy exageró al escribir en Qué es el Arte: todos deben comprenderlo, y agrega: sin embargo, lo que Toistoy dice encierra una idea profunda. Tolstoy está sin duda en lo cierto al preguntar por qué la Biblia, obra de arte accesible a todos, no ha sido aún superada. Una observación parecida había hecho ya Michelet, diciendo que nuestro siglo necesita de el libro que contenga, en una elevada forma poética, accesible para todos, la personificación de la naturaleza en toda su magnificencia y la historia de la humanidad en sus rasgos más universales y profundos. Esto, poco más o menos, es lo que entendemos por necesidad histórica del Arte; esto, poco más o menos, es lo que vienen haciendo los Homero, los Valmiki, los José Hernández. Se dirá que semejante definición propone la vuelta a la poesía épica. No sé si quiere decir eso; de querer significar tal cosa, estaríamos, además, defendidos por la sombra de Moiacowski. Pero, sin atribuir a nuestras palabras otro sentido que el que nosotros mismos le damos, creo que significa, nomás: volver a la buena poesía. No es menester echar mano a nombres espectaculares. Carriego, circunscripto por tiempo y geografía a un perímetro más frugal, fue un gran poeta: respondió a una exigencia circunstancial de nuestra literatura —la suya fue lo que alguien llamaba genialidad de situación— y no puede ser remplazado. Esto es suficiente. Lo irreemplazable, lo no prescindible de un poeta, es su genio. Se dirá que esto parece un juego de palabras. Pero no, Los juegos de palabras, cuando se confunden con la verdad, son sencillamente la verdad. En términos de comparación, la verdad sobre nuestros poetas de vanguardia también puede ser expresada así: El Sapito GloGlo, poesía para niños de Tallón, el Poema para los hombres del vino tinto, de Mario de Lellis, o la primera cuarteta de Taberna, de Aníbal de Antón, valen más que casi toda nuestra poesía de avanzada, incluidos los ismos, las escuelas y los grupos.
La tercer forma de no hacer nada por la belleza ha sido descubierta por los poetas de nuestra colega Poesía Buenos Aires. Los mencionamos concretamente por diversos motivos: ante todo porque compartimos con ellos lo que algunos llaman enfáticamente, rebeldía —lo que nosotros llamamos, enfáticamente, un modo natural de estar en la vida—; también porque, si la discrepancia es meramente formal, cualquiera puede estar equivocado, todos, es lo más probable; y además porque la confusión ha llegado a tal punto que, escritores como Orgambide (con quien creíamos tener sobre este tema una total coincidencia) opinan que los poetas aludidos testimoniarían la incorporación de nuestra poesía a las corrientes vanguardistas contemporáneas (2).
Ahora bien. La discrepancia puede no ser solo formal; distintos medios, acaso, conducen a variados fines. Lo que suele objetarse a dichos vanguardistas es la economía con que resuelven los más dramáticos problemas poéticos y sociales. Hugo Acevedo, en su artículo de Gaceta Literaria, con el que no siempre concordamos, define así dicha poesía: serie de renglones cortos, teóricamente destinados a producir la Revolución Social. Ateniéndonos ahora a lo que el propio Marx afirmaba sobre las teorías revolucionarias: cuando las contradicciones económicas han llegado a su Punto de madurez y explosión, las ideas, apoderándose de los masas, devienen fuerzas históricas (Karl Marx, Contribución a la “Crítica de la Filosofía del Derecho” de Hegel); ateniéndonos a ello, conjeturo: creadas las condiciones históricas, cuando los versos de ciertos poetas revolucionarios sean vox populi, ocasionarán a lo sumo, un levantamiento en Paraguay. Son muy breves.
La extensión de un trabajo poético, lo sé, no está en relación directa con su calidad. Si así fuera, habría que preferir la Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida, de Bello, o Memoria sobre el Cultivo de Maíz en Antioquía, de González, a la prieta maravilla de un soneto de Miguel Hernández; pero como el Kalévala sigue siendo más importante que una greguería, también se debe admitir que no está en relación inversa. Y me inclino o creer que una razonable longitud posibilita una mayor perdurabilidad. La memoria, enseñó uno de los críticos más inteligentes que dio la literatura norteamericana del siglo XIX, y uno de sus poetas más altos, no retiene composiciones demasiado breves. La brevedad indebida —dice— degenera en lo epigramático. Un poema corto puede producir a veces un efecto vívido y brillante, pero jamás profundo o duradero (E. A. Poe, Obras en Prosa, T. II, pág. 195). Y esto es fácil de entender si se piensa que, un ser humano normal, apenas podría gozar de algo que casi no existe. Dos versos jamás serán un bello poema, y hasta es una desaforada hipérbole presumir que sean, siquiera, un poema. A lo sumo tendrán un sitio, el menos importante, en las Preceptivas Literarias, para que los colegiales aprendan que se llaman dísticos. Para terminar, recojo un presumible antecedente de este movimiento poético. Lo consigna la princesa Olga de Wolkonsky, como curiosidad, en la página 162 de su Historia y Evolución de la Poesía Rusa. Su autor, Valerio Briúsov, no pasó a la posteridad sólo por ello; era, además, culto y talentoso. El poema, lo más breve que se ha versificado en lengua eslava —y, aunque todavía no hemos leído el último número de Poesía Buenos Aires, aventuramos que es lo más breve que se ha versificado en cualquier idioma—, se traduce así:

Oh, oculta tus pálidas piernas!

Pero quiero que se nos comprenda bien. Estamos muy lejos de adoptar una posición crítica meramente destructiva. Se dirá con justicia que es muy fácil negar, en prosa, el trabajo creador de nuestros poetas, acusarlos de intrascendencia, burlarse de lo que ellos realizan, acaso, con la convicción de su utilidad, con amor tal vez, y se nos reprochará no aportar positivamente nada. Es verdad: es fácil y reprobable; pero no es nuestra actitud. Vuelvo a repetir que conocemos, que respetamos a una juventud auténtica —y no sólo a una juventud— cuyos hombres, sin necesidad de auto-encasillarse en ningún círculo retórico, han asumido la responsabilidad de ser poetas. No importa a los fines de este apunte, y ya expliqué las razones, abrir profecías sobre ellos o discriminar sus valores. Nuestra intención no los toca. Y es muy otra. Lo que queremos, el sentido que hemos impuesto desde su primer número a EL GRILLO DE PAPEL, es no coadyuvar con la Mistificación. Hemos aprendido en los colegios una Historia de la Literatura que adolece de filisteísmo: mire, muchacho —diría don Alvaro Yunque—, aquí el texto dice que fulano es un gran escritor, un inspirado, un eximio artista. No le creo, muchacho. Este es uno de los muchos que se encaramaron a la “gloria” por causas ajenas al talento. Es un poeta de rebaño; su estilo es imitación de los clásicos…, que son clásicos precisamente porque no imitaron a nadie. No ha de ser, pues, una pretensión descabellada la de quien pretende, en la medida de su lucidez y su honestidad, desmadejar los nuevos equívocos. No se sabe, es cierto, como también lo señalara Yunque, a qué cumbres puede remontarse un escritor de 40 o 50 años, sin mencionar ya a los jóvenes o en qué bajíos puede resbalar; por eso se hace antipático abrir juicios (aunque, sin la menor pretensión de ser solemne, me atrevo a jurar contra letra de eternidad que dos líneas jamás serán un bello poema, o que Vallejos hace innecesarios a los imitadores de Vallejos), pero, también por eso, y porque los juicios siempre tienen algo de póstumo, de requiescat, es que nosotros, empecinados en este duro asunto de vivir largamente, no pretendemos juzgar a nuestros contemporáneos como si fueran cosas. Un hombre, lo sé, no es una entelequia. Las escuelas, en cambio, los grupos, los clubes de sensibilidad, si lo son, Y nuestro crítica, de no habernos explicado mal, va dirigida a ellos. La poesía, la verdadera poesía, no puede ser producto de tal o cual grupo de vanguardia, puesto que el arte jamás se gesto en reunión. Vivimos en una sociedad que no ha superado la división de trabajo; la poesía, la más individual de las empresas humanas, difícilmente podrá superarlo nunca. Y no se entienda con esto que negamos al artista su condición de hombre social; por el contrario, vemos que sólo se puede llegar a ser gran poeta cuando se ha llegado a expresar, poéticamente, el mundo. 0 esa parte del mundo que es patrimonio del creador, y que no debe confundirse con el Cenáculo. Entendemos por poeta a un ser político, entero, irrevocablemente humano; lo que no comprendemos es que se equivoque trabajo colectivo, en el sentido de que cada individuo se asimila a la totalidad en virtud de lo que es capaz de darle —es decir, que un poeta será un trabajador social útil sólo cuando sus versos integren, por bellos, por inevitables, el proyecto de perfección de todos los hombres—, con lo otro: el equipo poético, el mancomún lírico de 20 o 30 escritores que utilizan la mismo técnica, idéntico lenguaje, parecidas metáforas. Si no fuera imposible escribir en EL GRILLO la Historia del Arte, nos propondríamos la tarea de demostrar que, a través de toda ella, jamás existió una escuela donde trascendiera más de un poeta: su fundador. No hay poesía gongorina: hay Luis de Góngora. (3)
Se dirá: individualistas, abominación. No es cierto. Creemos, con Engels, que algún día no sólo habrá pintores sino hombres que, además, pinten. Y será hermoso, Pero también estoy convencido de, que, ese día, habrá hombres que además de pintar, pinten mejor que el resto. En todo poeta, secretamente, hay un obstinado soñador de repúblicas. Imagina —y aquí es donde Platón y Engels, para eterna confusión de los esquemáticos se ponen en todo de acuerdo— una comunidad donde el Arte sea la base formativa de los hombres. Y esto, si no me equivoco, apenas tiene que ver con la poesía de conventículo, la belleza con clave —si la hubiera— o los versos que se asoman a la vida por la cerradura del claustro. Tiene que ver, sí, con la revolución. Con una revolución que no haremos, lo sé, escribiendo hermosos libros; pero que no servirán de nada si alguien, los mejores, se olvidan de escribir libros hermosos.
Lo demás: las olas, la iracundia, las amables pirotecnias y los grupos de vanguardia, me hacen pensar, por nostalgia, por contradicción, en aquella certeza de Kropotkin:El Arte puro y grande que, no obstante su profundidad y su vuelo sublime, penetre en la cabaña de cualquier campesino y pueda inspirar a cualquiera concepciones superiores de pensamientos y de la vida. Semejante Arte, es verdaderamente necesario.Y nosotros creemos que es también Posible.

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(1)    Inferir ligeramente que esto significa una apología de las dictaduras es mala intención. Más razonable sería tratar de profundizar las causas de esta dramática paradoja.

(2)    Mesa redonda sobre revistas literarias, organizado por el diario El Mundo

(3)   Se dirá —se ha dicho por otra parte y con razón— que no fue Mozart quien compuso del todo, y aun quien acabó, el llamado Requiem de Mozart, o que Rafael no ejecutaba por sí mismo la mayoría de sus frescos. Es verdad. Pero, de cualquier modo, esta objeción no invalida lo dicho hasta aquí, por el contrario, lo complementa. No vemos cómo, nadie, podría terminar el Requiem de Mozart si Mozart no hubiera existido. Incluso se nos debe permitir pensar que Mozart, en persona, lo hubiese terminado aún más bellamente.