El Packard Negro – por Sylvia Iparraguirre

Que alguien haya alterado el fluir de los acontecimientos,
es un punto difícil de resolver.
Adolfo Bioy Casares

El auto que buscaban debía reunir tres condiciones: haber sido fabricado en la década del cuarenta, funcionar, y ser extraordinariamente barato. Les gustaba el cine, en especial ciertas películas en blanco y negro de esos años en los que -les parecía- el misterio no había muerto del todo y era un elemento de la realidad que las películas reflejaban. Buscaban un auto que apareciera en esas películas.
En las discusiones previas, Lucía, que era supersticiosa, desplegaba una teoría nada científica acerca de que los objetos guardaban, en zonas difíciles de identificar, las historias de sus dueños. Para Santiago esto era un argumento a favor; detestaba las cosas modernas, los muebles de mueblería y los adornos de bazar, salidos la semana anterior de la fábrica sin que el tiempo hubiera podido darles ni siquiera una mano de barniz, esa pátina indefinible de dignidad que sólo otorga el paso de los años.
Esperaban los domingos para ver qué se presentaba en los avisos clasificados. A veces pensaban que la búsqueda era pura estrategia tendiente a anular el día parroquial; el hecho es que habían transformado ese apático segmento de la semana en otra cosa, algo bastante distinto. Se levantaban tarde y mientras Santiago bajaba a comprar el diario ella preparaba el desayuno. Sentados frente al café, Lucía abría las páginas y empezaba a revisar los avisos con el marcador listo. Mientras tanto, él leía la otra parte del diario. Santiago era un escéptico; a ella, como siempre, la sostenía la descabellada convicción de que la realidad iba a coincidir con sus deseos. Ese domingo fue así. Salieron por lo menos cinco autos de la década del cuarenta. Lucía trazó dos círculos verdes. Dentro de los círculos, como en los conjuros de la vieja magia, se leían las palabras propiciatorias:

Mercedes Benz/48 Packard/46
M/buen est. Exc. est. c/nvo.
Vende dueño Tratar dueño
Pque. Centenario Saavedra

El siguiente paso fue ubicar en la guía Peuser barrios, calles y numeración. Hecho esto, ella tomó el bolso, puso dentro las llaves y los cigarrillos, se pintó los labios y estuvo lista. Santiago la esperaba con el diario enroscado bajo el brazo. En un momento, caminaban por la vereda. Día de otoño perfecto para salir, habían dicho: mucho sol y poca gente en la calle.
El primer modelo, el Mercedes Benz de Parque Centenario, era beige y tenía la insignia torcida. El propietario, que había salido a la puerta con el mate en la mano y un termo debajo del brazo, admitió, al fin, que el modelo de sus amores había sido taxi durante treinta años. Era simpático el Mercedes, pero algo no encajaba y Lucía tardó un rato en darse cuenta qué era. El coche tenía los asientos completamente hundidos. Cuando el conductor se sentaba al volante, y era lo que Santiago hacía en ese momento, se producía un hundimiento general. Era evidente que el coche tenía los resortes o cojinetes o elásticos o lo que fuera completamente vencidos; más que vencidos, inexistentes. El dueño no dijo nada y le dio una patadita a la rueda delantera.
Es curioso como cada coche termina asimilando el carácter de su propietario; esto había sido tema de sus conversaciones. Si ha pertenecido a una sola persona, sus inclinaciones son netas y definidas. Se ha mimetizado con diversas manías y antojos del dueño y ya es muy difícil modificarlo. Digamos, por ejemplo, que no le gusta arrancar a la mañana, o que, de repente, como un capricho, se desinfla en mitad de la calle y se queda parado porque sí, porque se le dio la gana; como el que dice: No va más. Si por el contrario el coche ha tenido la desgracia de pasar por muchas manos, queda desconcertado y disperso, entregado a extravagancias y contradicciones que lo reclaman de un lado y del otro, y se torna imprevisible. Éste último había sido el destino del Mercedes. Provocaba en el conductor hundido un curioso aire de indecisión y abatimiento. Todo esto lo sabían porque habían acumulado experiencia. No era la primera vez que salían, era la octava. Lucía dijo:
-Está lindo el autito. Vamos a seguir buscando y cualquier cosa lo llamamos.
El siguiente fue el Packard del barrio de Saavedra. Iban buscando la calle cuando, al doblar en la esquina, lo vieron estacionado a mitad de cuadra. Era imponente y por un momento se quedaron parados, admirándolo de lejos. Negro y brillante, los detalles cromados, con una banda blanca y perfecta en las cubiertas, dominaba la calle entera. Estaba frente a una de esas casas típicas de barrio, con jardín adelante y puerta con alero de tejas. El dueño era un anciano de ademanes lentos y ceremoniosos. Llevaba una camisa inmaculada y se sujetaba los pantalones con unos tiradores negros, contemporáneos del Packard, de esos que en la espalda se bifurcan en dos, como una Y invertida. Con las manos en los bolsillos de los amplios pantalones y la pipa en la boca, se acercó sin apuro al auto. Desde allí los miró como diciendo: Pasen y vean.
El Packard ejercía un influjo innegable, parecía esperar dentro de un halo donde el tiempo se mantenía detenido, o estancado pensó Santiago mientras lo asociaba a esos actores que son el centro de la escena aunque estén rodeados de una multitud. Era evidente que el anciano no tenía el más mínimo apuro: consideraba que aquello requeriría todo el tiempo que fuera necesario, ni más ni menos, y que la cosa recién empezaba. Dieron una vuelta completa alrededor del Packard. Sus cuerpos ondularon en el reflejo acharolado según pasaban frente a las puertas o a los opulentos guardabarros. La camisa blanca con tiradores quedó fija en la puerta delantera derecha. En el reflejo, el anciano se sacó la pipa de la boca:
-Packard, sedán, 1946, modelo de lujo -dijo y volvió a morder la boquilla.
Con estas palabras fue como si el auto terminara de ejercer su influjo. Era un artefacto perfecto, un objeto memorable, una notable creación humana. Sobre el parabrisas, la visera de borde niquelado proyectaba una sombra triangular en el enorme capot. El viejo se aproximó despacio y abrió la puerta delantera, como invitándolos a pasar. Los asientos eran sofás color bordó oscuro, de cuero con nervaduras. En la parte de atrás se hubiera podido instalar con comodidad una mesa para jugar a las cartas; el volante parecía una rueda, pero una rueda delicada, de nácar, con tres rayos que confluían en el centro, en el círculo de la bocina. Allí se veía una insignia de trazo delicado.
-Mil novecientos cuarenta y seis -decía el viejo como hablando con el auto-. El mundo era otra cosa. La guerra quedaba atrás; no habría más guerras. En todas partes había futuro. La gente iba mucho al cine; soñaba. Parecía que el mundo iba a tener otra oportunidad. Otros tiempos -concluyó .
-Pruébelo usted primero -dijo, mirando a Lucía con unos impenetrables ojos acuosos-. Nosotros vamos a la esquina a verla pasar.
-No -dijo ella-. Mejor lo prueba Santiago. ¿Siempre fue suyo?
El anciano hizo un gesto de contrariedad, como si ella hubiera preguntado algo inconveniente. De todos modos contestó:
-Casi. Es mío desde el cuarenta y siete.
Hizo un gesto elegante con el brazo hacia la vereda, invitándola a acompañarlo. Santiago los vio alejarse y se preguntó de qué hablarían. En la cuadra no había nadie y salvo el gorjeo de los pájaros en los árboles el silencio era perfecto. Se fueron todos a otro planeta, pensó. Lo único vivo por allí eran Lucía y el viejo que caminaban sin apuro. El Packard le infundió respeto. Con decisión se sentó y cerró la enorme puerta que hizo un clac rotundo, de material sólido. Miró el tablero y descubrió la radio: el parlante atravesado por barras niqueladas. Se encontró con su cara en el espejo retrovisor, que casi doblaba en tamaño al de los espejos de los coches modernos. No pudo resistirse: dio contacto y encendió la radio. …con el incomparable ritmo que el rey del compás le brinda al dos por cuatro, sí señoras y señores, Juan D’Arienzo interpreta… Le hizo gracia la voz exultante, remota del locutor imitando el tono de los viejos speakers. Claro, pensó, mientras el tango inundaba el Packard, ¿cómo podría ser de otra manera? Se quedó quieto, la mente en blanco, un momento de suspensión que le trajo una desdibujada terraza, una noche de fiesta y champagne, de risas lejanas y apagadas. Volviendo en sí puso primera. Con las manos en el volante pudo sentir la verdadera dimensión del auto. El motor poderoso rugía en sordina y él no se resistió a bombear un poco el acelerador. El ruido del motor o el tango de D’Arienzo o las dos cosas juntas se le subieron a la cabeza y una inquietud imprecisa le recorrió el cuerpo.
-¿Qué pasa, hermano? -dijo en voz alta e impostada-. Es solamente un auto.
Desde la esquina, que veía remota, el viejo y Lucía le hacían
señas de que avanzara. El auto se deslizó sobre las ruedas como llevándolo en brazos. Lucía lo saludó con la mano y el viejo se sacó la pipa de la boca y la levantó en el aire. No quiso parar. Ni soñando, se dijo. Se deslizaba como por una pista de baile. Se rió alto arrellanándose en el asiento del auto que se manejaba solo. Estaba tan ocupado mirando los detalles del tablero que apenas si tomaba alguna precaución en las bocacalles. Muchas cuadras, no contó cuántas, se escurrieron a los costados de las ventanillas. El Packard había adquirido velocidad y ya el barrio no parecía Saavedra. Quiso orientarse y trató de doblar para volver. Al mirar por el espejo retrovisor, un sonido ahogado de sorpresa le cerró la garganta: vio la cara de un hombre en el asiento de atrás.
Llevaba sombrero gris, bigote negro y fino y alcanzó a notar las puntas de un pañuelo en el bolsillo superior del saco cruzado. ¿Estaba viendo visiones? Giró la cabeza. Entonces la vio: el hombre no estaba solo, desde el otro extremo del asiento, incrustada en el rincón, lo miraba la cara blanca de labios pintados de rojo de una chica muy joven, en vestido de fiesta. ¿Quiénes eran? ¿Cuándo habían subido? Afuera estaba oscureciendo y cruzaban por un paso a nivel que parecía abandonado. Buscó un lugar para estacionar. La voz ronca del hombre dijo sobre su cuello.
-Ni se te ocurra parar. Andamos apurados.
Iban por una ciudad o un barrio que no alcanzaba a reconocer. Ya era de noche. Pensó que no había habido tiempo material para dejar tan lejos la esquina donde Lucía y el viejo lo esperaban y salir de Buenos Aires y tampoco para que oscureciera cuando de inmediato lo comprobó. Estaba lejos de Saavedra pero aquello era Buenos Aires, más precisamente Palermo, la zona de los bosques y el lago. Reconoció a lo lejos algo que le pareció el monumento a los españoles. Hacía un momento, la chica, atrás, había dejado de sollozar sobre un pañuelo y de pedirle al hombre que la dejara bajar.
-Ahora te me arreglás y te pintás -dijo el hombre con voz helada cruzando el brazo y encendiendo la lucecita lateral, la del lado de la chica-. Después bajamos, ¿entendiste?
Más que hablar, la chica susurró.
-No voy a bajar…
Antes de que terminara la última sílaba, el cachetazo brutal la volvió a hundir en el rincón del asiento.
-¡Espere, qué hace! -dijo Santiago dándose vuelta, pero automáticamente pensó: Si esto no está pasando, no puede estar pasando. El auto rodaba como si se manejara solo y su puerta estaba trabada. El hombre de atrás le tocó el hombro con un objeto brillante: alcanzó a ver una navaja cerrada y la uña del meñique desproporcionadamente larga.
-Vos hacé lo que te dijeron y llevanos donde ya sabés. En esto no te conviene meterte.
No sabía hacia dónde iban, sin embargo el Packard parecía saberlo. Santiago comprobó que estaban en una zona de avenida del Libertador; habían dejado atrás Palermo como quien sale para el lado de San Fernando o El Tigre. La chica ya no sollozaba y tampoco parecía respirar. El único sonido era el golpe seco del abrirse y cerrase de la navaja. Trató de mirarla por el espejo, apenas entrevió parte de su pelo corto y negro. De dónde habían salido y cómo habían aparecido dentro del auto le preocupaba menos que saber hacia dónde iban y qué iba a pasar. Había anochecido con una rapidez desproporcionada. Miró su reloj: eran las tres y veinte. De la tarde, pensó Santiago. La cabeza le dio vueltas. Tenía un turbio presentimiento, como si las cosas se deslizaran por una pendiente, imposibles de detener o modificar. ¿Qué explicación le daría el viejo a todo esto? Pero el viejo y Lucía parecían ahora tan lejanos que apenas alcanzaron a formarse en su mente y de inmediato se diluyeron.
-¡Todo lo que dice el Turco es mentira! – gritó la chica, tan de repente y con una voz tan aguda, que Santiago pegó un salto y el Packard se le fue un poco de costado. Creyó reconocer un eco de acento francés en la gangosidad de la palabra turco-. Yo no dije nada. No hablé con nadie.
-Vos te me callás- la voz del hombre, crispada y dura, la volvió a enmudecer.
-Escuche -empezó a decir Santiago-, no sé quién es usted, ni cómo subieron al auto. Yo estaba…
-¡Entrá allá, donde está el cartel!- gruño el hombre golpeándole el hombro con la navaja. Un cartel luminoso con varias lamparitas fundidas, decía “La calesita-Tangos-Copas”. El hombre extendió el brazo hacia adelante, señalando un lugar pobremente iluminado por unas guirnaldas de bombitas de colores-. Estacioná debajo de esos paraísos.
Al frente había una casa rodeada de un porche de madera con mesas y sillas apiladas, desierto. Un aire de abandono rodeaba el lugar. Adentro, se escuchaban risas y música. Un parador de mala muerte.
-Ahora, te me arreglás, entendés -dijo el hombre, atrás.
En la luz mortecina del Packard, la chica sacó una polvera y trató de pintarse los labios. Le temblaban las manos, unas manos chicas, infantiles. A Santiago le dio una pena inexplicable.
-Oiga, qué le va a pasar a la chica.
-Vos no te metas.
-No quiero bajar… yo no dije nada -la chica se aferró patéticamente al asiento de adelante.
El hombre la sacó de un brazo, a la rastra, y así la llevó, a los empujones, hasta una puerta lateral que se cerró con un golpe seco, como un disparo.
Aturdido, Santiago escuchó los grillos y el croar de las ranas. Esto está cerca del río, pensó. Pasó un tiempo que nunca supo en realidad cuánto era. ¿Qué hago acá?, pero fue como si otro lo pensara. No podía moverse. Tengo que volver, vamos. Le llegó la música de un tango y la voz nasal del cantor. Como en un sueño vio que la puerta lateral se abría y volvía a cerrarse con estrépito. Medio agachado, venía el tipo de la navaja. No traía sombrero y tenía el pelo revuelto. Se apoyó en la ventanilla.
-Bueno, pibe, ya podés irte.
Santiago tardó en reaccionar.
-¿Y la chica? – sonó rara la pregunta.
-Ese no es asunto tuyo. Te aconsejo que te vayas -se enderezó y se pasó una mano por el pelo; desde allí miró el Packard y emitió un silbido de admiración-. Sabe vivir, el Turco, decile que está muy lindo el auto, un chiche último modelo.
Santiago dio marcha atrás, salió a la avenida y enfiló para el centro. No se preocupó por mirar qué calles atravesaba. Qué le habrá pasado a la chica, pensó con un presentimiento lúgubre mientras la chica, el piringundín y el tipo de la navaja empezaban, inevitablemente, a borrarse en la velocidad creciente del Packard que, otra vez, se deslizaba solo, como sabiendo el camino de regreso. Otra vez, a lo lejos, lo que parecía el monumento a los españoles. El paso a nivel abandonado. El cielo de la tarde se volvía cada vez más claro. En la radio se escuchaba ahora Glenn Miller. Lucía y el viejo ya no estaban en la esquina sino en la puerta de la casa. Ver a Lucía le produjo una absurda emoción. Frenó suavemente. Ella le sonrió desde la vereda y desde allí exclamó: “Parece que te gustó el Packard.”
-Al fin -le dijo cuando se agachó por la ventanilla. Santiago vio cómo se le congelaba la sonrisa cuando lo miró-. ¿Todo bien?
Santiago hizo que sí con la cabeza. Lucía había enderezado el cuerpo y le decía algo al viejo que sonreía enigmático, la pipa en la boca, las manos en los bolsillos. Santiago miró su reloj: eran las tres y media de la tarde. Giró el cuerpo. Por supuesto no había nadie, eso ya lo sabía, pero lo que vio lo dejó paralizado. Un brillo, apenas una pequeña muesca brillante entre el asiento y la puerta. Con un movimiento forzado y rápido, se extendió por encima del respaldo y tomó aquello que ya sabía qué era. La polvera dorada brilló a la luz el sol. Salió, cerró la puerta y caminó lentamente alrededor del Packard.
Se despidieron diciéndole al viejo que lo iban a pensar, que ya lo llamarían. Que iban a volver.
-¿Pasó algo? -preguntó Lucía ni bien doblaron en la esquina.
-No me lo vas a creer -dijo Santiago con voz insegura, mientras sacaba la pequeña polvera del bolsillo del pantalón. Y repitió: -No es posible que me lo creas.