Ofelia desvaría de Raúl Dorra – Por María Teresa Andruetto
“Ofelia desvaría”
de Raúl Dorra
Por María Teresa Andruetto
Mujeres vestidas de blanco, con vestidos vaporosos y capelinas de color naranja caminan por un parque mientras se acaba el verano. Durante el día se oyen voces apagadas, susurros, discretos sonidos de loza, es la hora del café de las tardes de domingo en la cocina…
Bergman dice que por años esa imagen se mantuvo así, sin que él la comprendiera, hasta que apareció un elemento nuevo y entonces supo que esas mujeres estaban velando a otra que agonizaba en una habitación vecina y, cuando supo eso, tuvo en sus manos Gritos y Susurros. Yo recuerdo a esas mujeres salidas de un impreso de hojas amarillas que circulaba entre nosotros, los alumnos de letras, alumnos de Raúl, en los primeros años setenta: se llamaba Acuérdate de mí cuando estés en el mundo y era una versión anterior de ésta que se titula La Casa y forma parte de Ofelia desvaría. En aquel impreso ya estaban la señora Carin, Ana, la niña Adelaida, conformando una variación del motivo de las tres gracias, unas gracias que no reparten beneficios ni gratitud, sino odio, cobardía, resentimiento.
El mundo como un sistema de relaciones, como un enredo o una maraña o un ovillo, representado sin atenuar en absoluto su complejidad, es lo primero que aparece en Ofelia desvaría. Cada elemento está visto aquí como el centro de una red de relaciones que el narrador podría seguir multiplicando, hasta que los detalles, sus descripciones y sus divagaciones se vuelvan infinitos. Cualquiera sea el punto de partida ( hacer una valija e irse, atender en la enfermedad a la señora de la casa, una carta, los titulares del diario de la tarde, la letra de una canción) el discurso se desarrolla, se ensancha, en todas las direcciones para tocar horizontes cada vez más vastos. Se llega a eso mediante la explotación de todo el potencial semántico de las palabras, de toda la variedad de formas verbales y sintácticas con sus connotaciones y coloridos y los efectos que en el ensamblaje produce una subjetividad exasperada. No hay casi líneas generales a las que el relato siga, sino un centro que se cubre de infinitas capas, que se abre, se dilata, se exaspera, se arremolina, un centro constituido por un lugar de pertenencia: una mujer, una ciudad, una casa, porque esos tres sustantivos constituyen en Ofelia desvaría una sola, única, cosa. He llegado a la casa como quien llega a puerto, se dice en Donde amábamos tanto. Tu casa es todo el mundo, Ana; no dejes de saberlo, dice la niña Adelaida, en La Casa. Así, la estructura cambia, se deshace y se rehace permanentemente, los contornos se esfuman, porque los textos van espesándose y dilatándose desde adentro en virtud de su propio sistema vital y lo que importa es ante todo la red que vincula todas las cosas, una red hecha de engarces espacio temporales en los que el pequeño suceso del que el autor ha partido se espesa y se dilata. La memoria, es decir lo que queda de lo que se ha perdido, es lo que hace que el mundo se dilate hasta resultar inasible y también lo que hace que todo sea difícil de comprender, por demasiado sutil. Se puede ver, tocar, en estos textos el color del tiempo, un tiempo cuyo paso adquiere una espesura, una materialidad propia de otros referentes. La razón interna de la obra es aquí, como en la vertiente que abriera Proust, el ansia de agotar la multiplicidad de lo escribible en la brevedad de la vida que se consume. Porque se narra lo que se pierde, y podríamos decir, tomando una idea de Ricardo Herrera, la vida es lo que se pierde: doblemente se pierde, se consume y se extravía. (…) Sólo la derrota persiste. Sobre ese eje se sostienen los cuatro textos de escritura exquisita – dos cuentos y dos nouvelle, según me parece- que constituyen Ofelia desvaría. En ellos la escritura se hace cargo de una antigua ambición: la de representar la multiplicidad de las relaciones humanas, y entretejer así una visión facetada del mundo. El conocimiento es entonces la interpretación de lo infinito, de lo innumerable, y la búsqueda de un sentido al que se accede por acumulación en torno a un centro que está hecho de vacío y de miedo al vacío: a lo mejor tan sólo eso, un juego, una dudosa, obstinada representación sobre el vacío, como se dice en Nao tem solucao. De este modo, estructura y poesía se convierten en una sola cosa: nunca más adecuado el nombre de trama que en este caso, por lo que el texto tiene de tejido, de entrelazamiento de los hilos; pero a la vez tienen los relatos de Ofelia desvaría una pequeña grieta hacia lo inconcluso, hacia lo que puede ser continuado y por esa razón se deja abierto, tal como puede verse, sobre todo, en la última línea del último texto. Así el narrar sería multiplicar los posibles, combinar hasta el infinito las sensaciones, sentimientos y recuerdos en torno a un hecho mínimo expandido hasta la exasperación. Cada vida, cada personaje, cada narrador, tiene entonces una percepción que mezcla y reordena todo el tiempo, las formas posibles para entrar en otros yoes y para hacer hablar, como decía Italo Calvino, a lo que no tiene palabra, a la común naturaleza de todas las cosas.
Se trata de una narración poética en el sentido de subordinación de la acción, la trama, el argumento, el desarrollo de personajes, al brillo, los destellos, la refulgencia del lenguaje. El sometimiento del qué al cómo. De las acciones a los movimientos del alma: yo tenía trece años y ya todo era tuyo, avanzaba en el aire con sandalias azules, yo tenía cien años y mi cuerpo se abría debajo de tu cuerpo, agua abajo se abría, dice la narradora del primero de los textos, el que da título al libro. Por eso el uso de un lenguaje lujoso, lleno de palabras inusuales, lleno de recursos propios de lo poético, repeticiones, relatos insertos dentro del relato, fusión de narradores, usos deliberados de los tiempos perfectos que asimilan a un uso extraño de la lengua, un uso a temporal de la lengua que narra desde quien está lejos, y ha perdido y se ha perdido.
La zona de exploración temática sobre la que asienta Ofelia desvaría comprende sobre todo a la mujer( la percepción femenina del mundo), la casa y la ciudad, esa Córdoba donde amábamos tanto, apenas dicha y sin embargo omnipresente, He atravesado la ciudad, la he atravesado a esa hora, y era una ciudad confusa soñolienta… he visto el río: el Suquía, el íntimo: centelleaban sus aguas, parecían correr dentro de mí, parecían curarme para siempre y había aquella brisa llegando desde el agua. Y comprende una época en que la vida era esas frondas, esa espesura ardiente, decisiones, fervores… cuando había tanto que decirse y callar y comprender, había las palabras que nunca pronunciamos porque eran más intensas que nosotros…y había sobre todo la íntima promesa que era entonces la vida …
El susurro, el medio tono, más que el grito; lo que está oculto y lo visible, el tener y perder, lo muerto que gesta una preñez de muerte, tres días agonizó, pobre niña Adelaida, y luego una mañana se encogió entre las colchas, como si fuera a nacer, y quedó muerta, a todo eso nos acostumbran los personajes de Ofelia desvaría, porque se trata de mujeres que tienen una intensa fidelidad a la desgracia, mujeres que- se diría – trabajan para su propia destrucción siempre te rondó, cercó tus pasos, lo sé, y vos te negabas por un tonto sentido de fidelidad, una fidelidad, yo diría, a la desgracia; se trata de narradoras que trabajan para su derrota, y transitan un camino de pérdidas y humillaciones. En esas vidas, la muerte, y los aledaños de la muerte, contrastan con la carga de sensualidad que tiene el lenguaje y con la vida intensa, natural, que parece suceder más allá de las ventanas de las casas donde viven: Entre a la cocina y distraje mis ojos en el fuego. Afuera la tierra seguía recogiendo y entregando sus criaturas. Había ese rumor bajo la tierra, el agua interminable: afuera se nacía y se moría y otra vez se nacía. Porque la casa es el centro de todo. Vamos a casa, agregó. Entonces supe desde qué centro nacía mi felicidad. Entonces irse de ese centro, la oscilación entre irse y serle fiel a la ciudad, partir, tener miedo de partir, lamentar la partida, es el juego que juegan estas Ofelias, con el alivio de quien conoce que nada hay mejor que haber perdido, con la fe del que sabe que ha empezado a olvidar.
Irse de la ciudad, irse de Córdoba, o irse sencillamente de la vida, arrastrada por la muerte o por la separación o el abandono: simplemente eso, pero expandido, explotado hasta la extenuación, mirado con una lente de aumento hasta verlo, hasta verlas a ellas, en sus más íntimos, ínfimos, detalles, porque la vida es la incesante, la innumerable pérdida, y porque se trata de un novelar lo topográfico, la búsqueda de un centro para este mundo descentrado por el que vagan las Ofelias, desvariando. Porque todo es al fin y al cabo una representación, la búsqueda de un orden/ es decir de un sentido/ en el desorden del mundo, porque lo que vive está siempre rodeado, penetrado por lo frágil.
Si acaso habíamos leído, en parte, o en viejas versiones y en impresos de circulación privada, ni sé si con autorización de Raúl, alguno de los cuatro textos que forman el libro que hoy presentamos, ahora podremos verlos en su versión definitiva – después de haber sido largamente retenidos, revisados, por su autor – porque vuelven a la ciudad donde se gestaron, enriquecidos hasta la exquisitez, burilados hasta la exasperación, los relatos de estas Ofelias, y vuelve con ellas también la tristeza de lo muerto que quisiera quedarse entre lo vivo. Tal vez porque aquí, como lo dice la niña Adelaida, no diría que hemos sido felices pero sí que vivimos esos días como pudo ser la felicidad en esta casa.