Nota sobre el Realismo – Por Robert L. Stevenson

Traducción: Marcos Meyer
Ensayos: Losada, 2004

El estilo es la marca invariable de todo maestro, además de se­guir siendo la única cualidad que puede mejorar —de acuerdo a sus pretensiones— un aprendiz que no aspira tan alto como para figurar entre los gigantes. La pasión, la sabiduría, la fuerza creativa, la habi­lidad para proponer intrigas y el colorido se nos entregan en la hora de nuestro nacimiento y no pueden ser ni aprendidos ni simulados. Pero el uso justo y diestro de las cualidades que efectivamente posee­mos, la proporción entre una parte con otra y con el todo, la elimi­nación de lo inútil, la acentuación de lo importante y la preserva­ción de un tono uniforme desde el principio hasta el final —esto que, cuando se da junto, constituye la perfección técnica— se hallan hasta cierto punto al alcance de un espíritu industrioso y dotado de coraje intelectual. Una y otra vez se nos aparecerán las cuestiones de estilo plástico: qué mantener y qué dejar de lado, si cierto hecho particu­lar es orgánicamente necesario o simplemente ornamental, si habrá de debilitar o confundir la trama general y finalmente, si decidimos usarlo, si debemos hacerlo de manera brutal y evidente o debemos disimularlo tras un disfraz convencional. Y la esfinge que controla las rutas de la ejecución del arte no dispone de una adivinanza más incontestable para proponer.
En literatura —de donde extraeré mis ejemplos— el gran cam­bio del siglo pasado fue resultado de la incorporación del detalle.
Fue inaugurado por el romántico Scott y desarrollado a fondo por el semirromántico Balzac y sus seguidores más o menos plenamente románticos para terminar instalándose como un deber para el novelista. Por cierto tiempo significó y expresó una preocupa­ción más amplia por las condiciones de vida del hombre, pero re­cientemente (al menos en Francia) se desvirtuó en una etapa me­ramente técnica y decorativa que es tal vez todavía demasiado rigurosa como para preocuparse por ella. Con un gesto de alarma, los más expertos y los más tímidos comienzan a separarse un poco de estos extremos, empiezan a aspirar a una articulación narrativa más despojada, sucinta, más digna y poética y para lograrlo buscan desembarazarse del equipaje de los detalles. A partir de Scott, se nos ha impuesto que toda historia —que fue alguna vez, en manos de Voltaire, tan abstracta como una parábola— debe ocuparse de los hechos. La incorporación de esos detalles desarrollaba una par­ticular destreza en la escritura y esa habilidad, aceptada con inge­nuidad algo infantil, ha llevado a obras que nos sorprenden hoy durante un día de viaje en tren. Un hombre con la indiscutible fuerza de Zola se dilapida en éxitos técnicos. Para alimentar el menú popular y atraer al vulgo, agrega una constante provisión de lo que me permitiré llamar material rancio. Esta tendencia al ex­tremo del detalle que degenera cuando se la sigue como a un prin­cipio en un mero feux-de-joie de trucos literarios resulta estimu­lante al moralista pero tiene un interés menor para el artista. Hace un tiempo se escuchó decir que el mismo señor Daudet balbucea­ba alrededor de colores audibles y sonidos visibles.
Este extraño suicidio de una rama de los realistas puede ser­vir para recordarnos el hecho que subyace a un ya polvoriento debate de los críticos. Todo arte representativo que se pueda conside­rar vivo es al mismo tiempo realista e ideal y el realismo que discutimos es una cuestión puramente externa. No se trata de un culto especial de la naturaleza y la veracidad sino de una mera ex­travagante moda verista que nos obliga a regresar al arte más am­plio, más variado y más romántico de antaño. Hoy, la tendencia exclusiva es una exactitud fotográfica en el diálogo, pero aun en lasmanos más hábiles no nos dice más —en realidad creo que nos dice menos— que lo que nos dijo Moliere, valiéndose de sus artificios, acerca de los tiempos de Alcestes, Orgón, Dorine o Chrysale. La novela histórica ha sido olvidada. Siendo verdad sobre las condi­ciones de la naturaleza del hombre y de sus condiciones de vida, la verdad del arte literario es independiente de las épocas. Se nos puede transmitir en una comedia de enredos, en una novela de aventuras o en un cuento de hadas. La escena puede estar situada en Londres, en la costa este de Bohemia o en los rincones remotos de las montañas de Beulah. Y si por un raro y revelador accidente, existe una página que puede concitar la envidia de Zola, debe ser aquella de Troilo y Cresida que Shakespeare, en un estallido de ira indigno de un hombre contra el mundo, agrega a la heroica histo­ria del sitio de Troya.
Para que quede claro, esta cuestión del realismo no afecta al último grado de la verdad fundamental sino apenas al método téc­nico de la obra de arte. Esa obra puede ser tan abstracta o ideal como se quiera, no por eso resultaremos menos veraces. Pero si so­mos ineficaces, se corre el riesgo de ser tedioso e inexpresivo, mien­tras que si somos enérgicos y honestos, es probable que podamos producir una obra maestra.
Una obra de arte se concibe primero en la mente de una forma nebulosa; durante el período de gestación se va haciendo cada vez más clara a medida que se distancia de esas nieblas difu­minadas, se formula en lineamientos expresivos y va perdiendo de a poco sus defectos. Ese producto incomunicable de la mente hu­mana se convierte en un diseño perfecto.. En la ejecución todo cambia. El artista debe aquí sentarse, ponerse sus ropas de trabajo y convertirse en artesano. Ahora y de manera resuelta traslada su aérea concepción, su delicado Ariel, al terreno de lo material. Debe decidir, casi en un instante, la escala, el estilo, el espíritu y la ejecu­ción particular del plan entero.
La idea inicial de algunas obras pasa por el estilo. Algunos au­tores están movidos por una preocupación técnica en lugar de por algún principio vital más firme. Pero aquí la ejecución es como un juego, pues el problema estilístico se resuelve antes de la ejecución y se abandona entusiastamente toda originalidad de tratamiento. Así ocurre con los versos, intrincadamente redactados, que hemos aprendido a admirar, con cierta devoción sonriente, en manos de Mr. Lang y Mr. Dobson. Lo mismo pasa con esos cuadros cuya destreza o incluso su refinado estilo plástico terminan por reem­plazar una noble concepción de la pintura. Debe señalarse que fue más simple comenzar a escribir Esmond que Vanity Fair pues en el primero el estilo estuvo dictado por la naturaleza de la trama y Thackeray, probablemente un hombre de mente indolente, dis­frutó y sacó buen provecho de esta economía de esfuerzos. Pero este caso es excepcional. En general, las obras de arte son concebi­das desde adentro hacia afuera y suelen alimentarse de la mente del artista; y el momento en que empieza a ejecutarla se caracteriza por una perplejidad y una tensión extremas. Los artistas de una ener­gía indiferente y una devoción imperfecta hacia su propio ideal rea­lizan este desagradable esfuerzo una vez para siempre. Tras haber concretado un estilo, se adhieren a él durante toda su vida. Pero aquellos con mayores ambiciones no pueden conformarse con un proceso que, de seguir siendo empleado, habrá de degenerar irre­mediablemente en algo académico o estéril. Toda obra nueva en la que se embarquen es una señal para un compromiso renovado de todas las potencias de su mente y el cambio que sufren sus opinio­nes con el crecimiento de su experiencia producen alteraciones más amplias en las maneras de su arte. Es por eso que a la crítica le encanta diferenciar los variados períodos de un Rafael, un Shakes­peare o un Beethoven.
En ese momento inicial y decisivo cuando comienza la ejecu­ción, y a partir de allí en un grado menor, lo ideal y lo real, al igual que el bien y el mal, luchan por la dirección de la obra. El mármol, la pintura y el lenguaje, la lapicera, el punzón y el pincel tienen to­dos su propio espesor, sus inefables impotencias, sus horas, si puedo decirlo así, de insubordinación. Es el trabajo y gran parte del placer de todo artista el enfrentarse con estos instrumentos re­beldes valiéndose algunas veces de la energía bruta, otras del ingenio, y dirigirlos para hacerlos cumplir con su voluntad. Dados estos medios, tan graciosamente inadecuados, y dado el interés, la intensidad y la multiplicidad de la sensación concreta cuyo efecto puede concretarse con su ayuda, el artista dispone además de un recurso que debe emplear, en toda situación y más allá de toda teo­ría. O sea, debe suprimir mucho y omitir más. Debe omitir lo que sea tedioso o irrelevante y suprimir lo que sea tedioso y necesario. Pues, en relación al propósito principal, esta clase de hechos subvierten una serie de objetivos a los que debe prestar atención y no dejar de lado. Y poder entretejerlos es una tarea de la mayor im­portancia en el arte creativo.
Todo hecho que se registra implica una deuda doble o triple a pagar y es al mismo tiempo un ornamento y un pilar en el obje­tivo principal. Nada encontrará lugar en ese espacio que no sirva simultáneamente para completar la composición, para acentuar el esquema del color, para distinguir los planos de distancia y para es­tablecer el tono del sentimiento elegido. No debe permitirse nada en esa historia que no facilite al mismo tiempo que el argumento progrese, que sirva para construir los personajes y para marcar cla­ramente el objetivo moral y filosófico. Pero esto resulta algo inal­canzable. Como regla, lejos de construir la fábrica de nuestras obras exclusivamente con estos recursos, creemos, engañados, que podemos contar con una docena de ellos, ser capaces de producir nuestras propias riquezas. Por lo tanto, para que se pueda cubrir el lienzo o escribirse la historia de comienzo a fin, deben considerarse otros detalles. Debe admitírselos a dudoso título, muchos sin ro­pas de gala. Cualquier obra de arte, en la medida que busca ser completa, a menudo –casi escribo siempre– pierde en fuerza y efectividad respecto del objetivo principal. Nuestra modesta to­nada se empantana y empequeñece en medio de una orquestación relevante; nuestra pequeña historia apasionada se hunde en un mar profundo de elocuencia descriptiva o de conversaciones descuidadas.
Pero, una vez más, estamos mejor dispuestos a admitir esos asuntos que creemos poder describir, y en consecuencia aquellos que han sido descritos más a menudo y que se han convertido en convencionales en la práctica de nuestro arte. Son los que escoge­mos, así como el masón elige el acanto para adornar su capitel, porque están naturalmente disponibles a la mano bien ejercitada. Los viejos incidentes y detalles, trucos del oficio y esquemas de composición (que son admirablemente buenos, si no habrían sido olvidados hace tiempo) asedian y tientan a nuestra imaginación, nos ofrecen soluciones prefabricadas pero no perfectamente ade­cuadas para cualquier problema que aparezca y nos apartan del es­tudio de la naturaleza y de una práctica del arte sin claudicaciones. Luchar, enfrentar la naturaleza, encontrar soluciones renovadas y dar expresión a hechos que no han sido descriptos adecuada o ele­gantemente es eludir en parte el peligro del excesivo egotismo. La dificultad pone un precio alto a los logros y el artista puede caer rá­pidamente en el error de los naturalistas franceses y considerar todo hecho como admisible si se lo trata con artesanía brillante o, una vez más, en la equivocación del pintor moderno de paisajes, quien tiene la aptitud de pensar que la dificultad triunfa y que la ciencia bien formulada puede ocupar el lugar de lo que es, después de todo, la única excusa y justificación para el encanto del arte. Un poco más y podrá considerar el encanto como un innecesario sa­crificio a la belleza y la omisión de un paisaje tedioso como una infidelidad al arte.
Ahora tenemos ante nosotros la materia de esta diferencia. Este ojo idealista que se posa únicamente sobre las grandes líneas prefiere llenar los intervalos con detalles de orden convencional, levemente retocados, de tono soberbiamente neutro, con un descuido buscado. Pero el realista, con su delicada intolerancia, no soportará la presencia de nada tan muerto como una convención; to­dos debemos estar listos, todos encendidos, todos dispuestos y preocupados por apuntar nuestra visión. Una vez elegido, el estilo que se adecua a cualquiera de estos extremos trae consigo sus difi­cultades y peligros. El peligro inmediato del realista es sacrificar la belleza y la significación de la totalidad a la destreza local o, en un enfermo deseo de completud, sepultar a sus lectores debajo de los hechos. Cuando apela a ellos como último recurso y, a medida que su energía se desvanece, termina por descartar todo plan, abjura de toda elección e invoca desesperadamente a la ciencia, con lo cual termina por comunicar firmemente cuestiones que no son dignas de ser aprendidas. El peligro del idealista es, por supuesto, meramente perder toda fuerza y toda percepción de los hechos o de las pasiones.
Hablamos de lo malo y lo bueno. En realidad, todo es bueno cuando se lo concibe con honestidad y se lo ejecuta con evidente ar­dor. Pero aunque en ninguna ocasión el dogmatismo resulta la respuesta adecuada, y a pesar de que en cada caso el artista debe deci­dir por sí mismo y decidir de modo renovado en cada obra exitosa y cada nueva creación, se debe decir algo de modo general: que quie­nes pertenecemos al último cuarto del siglo XIX y respiramos la at­mósfera intelectual de nuestra época somos más proclives a equivo­carnos del lado del realismo que de pecar en búsqueda de lo ideal. De acuerdo a esta teoría, sería bueno revisar y corregir nuestras pro­pias decisiones, siempre cuidándonos de la menor aparición de des­trezas irrelevantes y dispuestos con resolución a no comenzar obra alguna que no sea filosófica, apasionada, digna, gozosa o, cuando menos, romántica en su propósito.

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