La Carta Robada – Versión de Joseph Club
La Carta Robada
Por Edgar Allan Poe
Versión de Joseph Club
Cuentos de Intriga y Terror • Crónica 100 x 100 • 1994
Nil sapientiae odiosius acumine nimio.
(Séneca)
Me encontraba en París, en el otoño de 18… Una noche, después de una tarde de viento, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeño despacho privado o gabinete de estudio, en el número 33, de rue [calle] Dunôt, au troisiéme [en el tercero], en el faubourg [barrio] Saint-Germain. Hacía más de una hora que estábamos en profundo silencio—, y a cualquier observador casual le habría parecido que estábamos única y profundamente estudiando las volutas de humo que hacían más densa la atmósfera de la habitación. Por mi parte, me debatía en una discusión mental sobre algunas apreciaciones sobre las que habíamos conversado al empezar la velada—, me refiero al asunto de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. Seguí pensando que se trataba de una coincidencia, cuando se abrió la puerta de la habitación y dio paso a nuestro viejo conocido monsieur [señor] G…. prefecto de la policía de París.
Le saludamos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de agradable, y hacía varios años que no lo veíamos. Como habíamos estado sentados en la penumbra, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero se volvió a sentar sin encenderla, pues G… nos comunicó que venía a consultarnos o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre un asunto oficial que le preocupaba Mucho.
—Si se trata de algo que requiere reflexión —advirtió Dupin, absteniéndose de encender la mecha—, es mejor examinarlo a oscuras.
—Es una de esas cosas raras —dijo el prefecto, para quien todo lo que superaba su comprensión era “raro”, y por este motivo vivía rodeado de una legión de “rarezas”.
—Pues sí —replicó Dupin, ofreciendo a nuestro visitante una pipa y arrastrando hacia él un cómodo sillón.
—¿Y cuál es la dificultad ahora? —pregunté—. Espero que no sea otro asesinato.
—¡Oh, no! Nada de eso. En realidad, se trata de un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente por nuestra cuenta; pero he pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles, ya que es un caso raro.
—Sencillo y raro ——dijo Dupin.
—Sí, aunque no es exactamente eso. A decir verdad, estamos todos bastante confusos, pues el asunto es muy sencillo, pero nos tiene desconcertados.
—Quizá lo que les induce al error es la sencillez del asunto —advirtió mi amigo.
—¡Qué cosa más absurda dice usted! —replicó el prefecto, riendo a carcajadas.
—Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo ——dijo Dupin.
—¡Por Dios! ¿Cómo se le ha podido ocurrir esa idea?
—Un poco demasiado evidente.
—Ja, ja, ja! ja, ja, ja! ¡Oh, oh, oh! —se reía nuestro visitante, muy divertido—. ¡Dupin, usted terminará haciéndome morir de risa!
—¡Venga! ¿De qué se trata? —pregunté.
Pues bien, voy a decírselo —replicó el prefecto, aspirando una larga bocanada de humo y arrellanándose en su sillón—. Se lo puedo explicar con pocas palabras, pero antes tengo que advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues, si se llegara a saber que lo he confiado a otras personas, podría costarme el cargo que desempeño.
—Hable usted —dije.
—O no hable —dijo Dupin.
—Bueno. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un puesto muy alto, de que ha sido robado en las habitaciones reales un documento de gran importancia. Se sabe quién lo ha robado, pues se le vio apoderarse de él. Y se sabe también que el documento sigue en su poder
—¿Cómo se sabe esto? —preguntó Dupin.
—Se deduce claramente —replicó el prefecto— de la naturaleza del documento y de que no hayan tenido lugar ciertas consecuencias que se habrían producido en caso de que pasara a otras manos; o sea, en caso de que se utilizara en la forma en que el ladrón pretende hacerlo al final.
—Sea algo más explícito —dije.
—Bien, puedo asegurar que ese papel da a su poseedor un determinado poder en un determinado lugar, donde dicho poder es muy valioso.
El prefecto era muy aficionado a la jerga diplomática.
—Sigo sin entender nada ——dijo Dupin.
—¿No? Veamos: la presentación de ese documento a una tercera persona, cuyo nombre silenciaré, pondría en entredicho el honor de alguien de las esferas más altas, y esto da al poseedor del documento un poder sobre ese ilustre personaje, cuyo honor y tranquilidad así están comprometidos.
—Pero ese poder —interrumpí— depende de que el ladrón sepa que dicho personaje lo conoce. ¿Quién se atrevería … ?
—El ladrón ——dijo G…— es el ministro D…. que se atreve con todo, tanto con lo que es digno como con lo que es indigno de un hombre. La forma en que se produjo el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión —para ser sinceros, una carta fue recibido por la persona robada cuando estaba a solas en el boudoir [gabinete] real. Mientras la leía, le interrumpió de repente la entrada de otro eminente personaje, a quien el primero deseaba especialmente ocultar la carta. Después de una precipitada y vana tentativa de esconderla en un cajón, tuvo que dejarla, abierta como estaba, encima de la mesa. Como el sobre había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar inadvertida. Pero en ese momento entra el ministro D… Sus ojos de lince ven inmediatamente el papel, reconoce la letra del sobre, se da cuenta de la confusión de la persona a quien iba dirigido y adivina su secreto. Después despacha algunos asuntos con su celeridad acostumbrada, saca una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y luego la coloca muy cerca de la otra. Vuelve a conversar durante tinos quince minutos sobre los asuntos públicos. Y por fin se levanta y, al despedirse, coge la carta que no es suya. Su legítimo dueño ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención delante del tercer personaje, que no se separa de su lado. El ministro se marcha y deja encima de la mesa la otra carta, que no tiene importancia.
—Pues bien —me dijo Dupin—, ya tiene usted lo que se necesita para que el poder del ladrón sea completo: sabe que la persona robada le conoce como ladrón.
—Así es —asintió el prefecto—, y el poder así conseguido ha sido utilizado en los últimos meses para fines políticos hasta extremos muy peligrosos. La persona robada está cada día más convencida de la necesidad de recuperar su carta. Pero una cosa de este tipo no se puede hacer abiertamente. Y por fin, desesperado, me ha encargado esta tarea.
—Y para esto ——dijo Dupin, entre una nube de humo—, no podía haber elegido, ni siquiera imaginado, un agente más sagaz.
—Me halaga —replicó el prefecto—, pero igual no es imposible que se tenga de mí esa opinión.
—Como usted ha indicado ——dije—, la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le da su poder es esa posesión y no el uso. Una vez que utilice la carta, cesaría ese poder.
—Cierto —dijo G…— Y todas mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar con cuidado la mansión del ministro, evitando por todos los medios que llegara a enterarse, Se me ha prevenido que debo impedir a toda costa que sospeche de nuestras intenciones, pues sería muy peligroso.
—Pero —dije— usted está au fait [al corriente] de ese tipo de investigaciones. No es la primera vez que la policía de París las hace.
—Cierto. Y por eso no me preocupé mucho. Además las costumbres del ministro me daban ventaja. A menudo pasa la noche fuera de casa. No tiene muchos criados y duermen lejos de los apartamentos de su amo; y, como casi todos son napolitanos, resulta fácil emborracharlos. Ya saben ustedes que tengo llaves con las que puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos últimos tres meses no ha pasado una noche que no la dedicara personalmente a registrar la mansión de D… Está en juego mi honor y, les confío un gran secreto, la recompensa es muy importante. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no estar completamente convencido de que ese hombre es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en los escondrijos más inverosímiles de la mansión donde podría haber escondido la carta.
—No es posible
—sugerí— que, aunque la carta se encuentre en posesión del ministro, algo incuestionable, la haya escondido en un lugar que no sea su mansión?
—Es poco probable —dijo Dupin— El giro que están dando los asuntos de la corte, y en especial las intrigas en las que se ve envuelto D…. exigen que el documento esté a mano para que pueda exhibirlo en cualquier momento; esto es tan importante como el mismo hecho de tenerlo.
—¿Que Pueda ser exhibido el documento? —pregunté.
—Si prefiere, que pueda ser destruido —dijo Dupin.
—Entonces —observé—, ese papel tiene que estar en su mansión Pienso que podernos descartar la posibilidad de que el ministro lo lleve consigo.
—Por supuesto —dijo el prefecto—. He ordenado detenerlo dos veces por falsos atracadores y he visto cómo lo registraban de arriba abajo.
—Podía haberse ahorrado usted esa molestia dijo Dupin—. Supongo que D… no está totalmente loco, y por tanto ha tenido que prever esos falsos atracos como consecuencia lógica.
—No está totalmente loco —dijo G…—, pero es un poeta, y en mi opinión viene a ser casi lo mismo.
—Vale —dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de humo de su pipa de espuma de mar—, aunque yo me confiese culpable de algunas malas estrofas.
—¿Por qué no nos da algunos detalles de sus pesquisas? —pregunté.
—Pues bien; como disponíamos de mucho tiempo, buscarnos en todas partes. Tengo larga experiencia en estos asuntos. Revisé escrupulosamente toda la mansión, habitación por habitación, dedicando las noches de una semana a cada aposento. Primero examiné el mobiliario; abrimos todos los cajones: supongo que sabrán ustedes que para un agente de policía bien adiestrado, no hay un cajón secreto que pueda resistírsele. En una búsqueda de esta envergadura resulta imbécil el hombre que deje sin ver un cajón secreto. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una masa, un volumen que tiene que ser explicado. Hay unas reglas muy fijas para eso. No se nos puede escapar ni la quincuagésima parte de una línea. Una vez realizada la inspección de los armarios, pasamos a las sillas. Perforarnos los cojines con esas largas y finas agujas que habrán visto ustedes emplear. Quitamos los tableros de las mesas.
—¿Y para qué?
—A veces, la persona que quiere esconder algo levanta el tablero de una mesa o de un mueble parecido, hace un agujero en una pata, esconde el objeto dentro y vuelve a colocar el tablero. Lo mismo se puede hacer con los cabeceros y las patas de las camas.
—Pero ¿no se puede descubrir la cavidad por el sonido? —pregunté.
—No hay forma si, después de haber depositado el objeto, se envuelve con una capa de algodón. Además, en este caso nos veíamos obligados a actuar sin hacer ruido.
—Pero ustedes no han podido revisar y desmontar todos los Muebles en los que pudo esconderse la carta en la forma que usted ha indicado. Una carta se puede reducir a un finísimo rollo, casi igual al volumen de una aguja larga de hacer punto, y de esta forma se la puede introducir, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Han desarmado ustedes todas las sillas?
—Pues no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas e incluso las junturas de todos los Muebles con ayuda de un potente microscopio. Si hubiese habido cualquier indicio de cambio reciente, inmediatamente lo habríamos descubierto. Una simple mota de polvo, producida por un berbiquí, habría saltado a los ojos como si se tratara de una manzana. Cualquier alteración en la cola, una simple grieta en las junturas, habría bastado para orientarnos.
—Supongo que examinaron los espejos, entre los marcos y el cristal, y miraron las camas y la ropa de la cama, así como las cortinas y las alfombras.
—Naturalmente, y una vez que revisamos todo el mobiliario de esa forma tan minuciosa, examinamos la mansión. Dividimos toda su superficie en compartimentos que numeramos, para que no se escapara ninguno; después examinamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas colindantes, y siempre ayudados del microscopio.
—¿Las dos casas colindantes? —exclamé— ¡Habrán tenido muchas dificultades!
—Pues sí, pero la recompensa es muy grande.
—¿Incluían el terreno entre las casas?
—Ese terreno está pavimentado con baldosas.
Comparativamente, no nos dio demasiado trabajo, pues examinamos la hierba entre las baldosas y la encontramos intacta.
—¿Miraron, naturalmente, entre los papeles de D…, y en los libros de su biblioteca?
—Claro. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos libro a libro, sino que los hojearnos con cuidado, sin conformamos simplemente con sacudirlos, como suelen hacer nuestros oficiales de policía. También medimos el espesor de cada pasta de libro, escrutándola luego hasta en los mínimos detalles con el microscopio. Si se hubiera introducido un papel entre las tapas, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes, que acababan de llegar del encuadernador, los atravesamos, en sentido longitudinal, con las agujas.
—¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
—¡Cómo no! Levantamos las alfombras y examinamos las tablas con el microscopio.
—¿Y el papel de la pared?
—También.
—¿Registraron los sótanos?
—Pues, claro.
—Entonces —dije— , ha errado usted en sus cálculos; la carta no está en la mansión del ministro.
—Temo que tenga usted razón ——dijo el prefecto—. Bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?
—Volver a revisar de nuevo toda la mansión.
—Eso es completamente inútil —replicó G..— Estoy tan seguro de que la carta no está en la mansión como de que respiro.
—Es el mejor consejo que Puedo darle —dijo Dupin— Supongo que tiene usted una descripción exacta de la carta.
—¡Ah, sí!
Y tras sacar una libreta, el prefecto se puso a leernos una minuciosa descripción del aspecto interno del documento perdido, y sobre todo del externo. Poco después de acabar su lectura se despidió de nosotros tan desanimado como jamás lo había visto hasta entonces.
Aproximadamente un mes más tarde nos hizo otra visita, y nos encontró ocupados casi en la misma faena que la vez anterior. Llenó una pipa y cogió un sillón y se puso a comentar cosas sin importancia. Después de un rato le dije:
—Oiga, G…. ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, al menos, se habrá convencido de que no es fácil superar la astucia del ministro.
—¡Que se vaya al diablo! —contestó—. Volví a registrar su mansión, como me había sugerido Dupin, pero perdí el tiempo. Yo ya me lo suponía.
—A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? —preguntó Dupin.
—Pues… mucho dinero… muchísimo… No quiero decir exactamente la cantidad, pero estoy dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a quien me proporcione esa carta. El asunto cada día va adquiriendo mayor importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque la tripliquen, yo no podría hacer más de lo que he hecho…
—Pues… la verdad —dijo Dupin, arrastrando las palabras entre las bocanadas de humo—, a mi me parece…, G…. que usted no ha hecho todo lo que se puede hacer en esto. ¿No cree que se podría hacer algo más?
—¿Cómo?… ¿En qué sentido?
—Pues…. puf, puf… podría usted … puf, puf… pedir algún consejo sobre el particular … puf, puf, puf… ¿Recuerda la historia que cuentan de Abernethy?
—No. ¡Al diablo con Abernethy!
—Vale. ¡Al diablo, pero bienvenido! Pues una vez a cierto avaro se le ocurrió la idea de conseguir gratis el diagnóstico médico de Abernethy. Y aprovechó una reunión y una conversación corriente para exponer su caso como si se tratara de otra persona. “Supongamos —dijo el avaro— que los síntomas del enfermo son tales y cuales. Dígame, doctor, ¿qué le aconsejaría usted en este caso?” “Pues yo le aconsejaría —contestó Abernethy— que consultara a un médico”.
—Bien —dijo el prefecto bastante desconcertado—. Estoy totalmente dispuesto a pedir consejo y a pagarlo. Es verdad que entregaría un cheque de cincuenta mil francos a quien pudiera ayudarme en este asunto.
—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando un talonario de cheques—, puede usted extenderme un cheque por esa suma. Cuando me lo haya firmado, le entregaré la carta.
Me quedé estupefacto. Y el prefecto parecía fulminado. Durante unos minutos fue incapaz de decir una palabra y de moverse, mientras miraba a mi amigo con unos ojos que se salían de las órbitas y con la boca abierta. Luego pareció recuperarse, cogió una pluma y, después de varias indecisiones y miradas al vacío, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos y se lo entregó por encima de la mesa a Dupin. Este lo examinó con parsimonia y se lo guardó en la cartera—, luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y se la entregó al prefecto. El funcionario la cogió con una convulsión de alegría, la abrió con mano trémula, echó una rápida ojeada a su contenido y luego, acercándose con paso inseguro, desapareció de repente de la habitación y del edificio, sin haber dicho una palabra desde que Dupin le pidió que rellenase el cheque.
Cuando nos repusimos de esta ausencia, mi amigo consintió darme algunas explicaciones.
—La policía de París es muy hábil a su manera —dijo—. Sus agentes son perseverantes, ingeniosos, astutos y muy preparados en los conocimientos que les exigen sus funciones. Por eso, cuando G … nos detalló la manera de registrar la mansión de D …. tuve una confianza total de que habían realizado una investigación satisfactoria hasta donde se podía llegar.
—¿Y hasta dónde se podía llegar? —repetí.
—Bien —dijo Dupin—. Las medidas adoptadas eran no sólo las mejores en su género, sino que habían sido realizadas con una perfección absoluta. Si la carta hubiera estado dentro del radio de su búsqueda, no me cabe la menor duda de que esos policía la habrían encontrado.
Me eché a reír, pero él hablaba Muy en serio.
—O sea, las medidas —prosiguió— eran excelentes en su género, y habían sido ejecutadas perfectamente; pero el defecto estaba en que eran inaplicables al caso y al hombre que nos ocupaba. Una serie de recursos muy ingeniosos son para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el que quiere meter a la fuerza sus planes. Pero se equivocaba continuamente ya siendo demasiado profundo o demasiado superficial en este caso, y más de un alumno razonaría mucho mejor que él. Conocí a un muchacho de ocho años, cuyos éxitos en el juego de “pares y nones” causaban la admiración universal. Es un juego muy sencillo, que se juega con unas canicas. Uno de los participantes oculta en la mano un número determinado de canicas y pregunta al otro: “¿Pares o nones?” Si éste lo adivina, gana una canica; si se equivoca, pierde una. El muchacho de quien estoy hablando ganaba todas las canicas de la escuela. Naturalmente, tenía un sistema de adivinación que consistía en la simple observación y en la apreciación de la astucia de sus contrincantes. Supongamos que el adversario es un tonto y que, levantando su mano cerrada, le pregunta: “¿Pares o nones?” Nuestro alumno contesta: “Nones”, y pierde, pero la segunda vez gana, porque se dice a sí mismo: “El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de poner nones para la segunda, por tanto diré: “Nones”. Lo dice y gana. Ahora bien: si le toca jugar con un tonto un poquito menos tonto que el anterior, razonará así: “Este muchacho sabe que la primera vez elegí “nones”, y para la segunda se le ocurrirá, en un primer impulso, pasar de “pares” a “nones”, pero un nuevo impulso le sugerirá que el cambio es muy sencillo, y por fin se decidirá a poner canicas para que resulte “pares” como la primera vez. O sea, que diré “pares”. Dice pares— y gana. Esta forma de razonar del alumno a quien sus compañeros llaman “afortunado”, si se analiza bien, ¿en qué consiste?
—Simplemente consiste —contesté— en identificar el pensamiento del que razona con el de su oponente.
—Así es —dijo Dupin— Cuando pregunté al muchacho cómo conseguía esa total identificación en la que se apoyaban sus triunfos, me dijo: “Si quiero saber si alguien es inteligente o tonto, bueno o malo, y conocer cuáles son sus pensamientos en ese momento, adecuo lo más que puedo la expresión de mi cara con la suya, y luego espero para ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón y se emparejan con la expresión de mi cara.” Esta respuesta del alumno es la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, a La Bruyere, a Machiavelli y a Campanella.
—Si he entendido bien —dije— la identificación del pensamiento del que razona con el de su oponente depende de la precisión con la que se mida la inteligencia de este último.
—Depende de eso para los resultados prácticos —contestó Dupin—, y, si el prefecto y toda su cohorte fracasan con tanta frecuencia, en primer lugar por medir mal, o, mejor dicho, por no medir, el pensamiento con el que se enfrentan. Sólo tienen en cuenta sus ideas ingeniosas, y, cuando buscan algo escondido, se fijan únicamente en los métodos que ellos habrían utilizado para esconderlo. Tienen mucha razón en la medida en que su ingenio es un fiel representante de la mayoría; pero, cuando la astucia del malhechor tiene un carácter distinto a la de ellos, ése lo gana, como es natural. Y esto ocurre siempre cuando la astucia de alguien es superior a la suya, e incluso, muy a menudo, cuando esta muy por debajo. Los policías no admiten ninguna variación en sus investigaciones; al máximo, si se encuentran acorralados por Un caso insólito, o movidos por una recompensa excepcional, amplían o exageran sus viejos modos rutinarios, sin moverse un ápice de sus principios. En el caso de G…, por ejemplo, qué han hecho para cambiar el principio de investigación? ¿Qué son esas perforaciones, esos análisis al microscopio, esa división de la superficie en pulgadas cuadradas y numeradas? No representan nada más que la aplicación del principio o conjunto de principios por los que se rige Una investigación, y que a su vez se basan en un conjunto de nociones sobre el ingenio humano, a los que se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su trabajo. ¿No se da cuenta (te que G… da por sentado que todos los hombres que quieren esconder una carta lo hacen, si no precisamente en un agujero que se abre en la pata de una silla, al menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de razonamiento que arranca (le la idea (le esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? No se olvide de que esos escondites tan recherchés [rebuscados] sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, por lo que sólo mentes ordinarias acudirán a ellos; quiere decir que en todos los casos de ocultamiento hay que presumir, en primer lugar, que se ha efectuado en esta línea, y, por tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, de la paciencia y de la obstinación de los rastreadores; y si es un caso importante o la recompensa es extraordinaria —que equivale a lo mismo para la policía—, esas condiciones no fallan nunca. Ahora entenderá usted lo que quiero decir cuando mantengo que, si la carta robada hubiera sido escondida en cualquier punto dentro (te los límites de las pesquisas del prefecto —en otras palabras, si el principio rector del ocultamiento estuviera comprendido en los principios del prefecto—, sin ningún género de duda la habrían encontrado. Pero nuestro funcionario ha sido completamente confundido, y la remota fuente de este descalabro está en la suposición de que el ministro es un loco, porque ha conseguido renombre como poeta. En el razonamiento del prefecto, todos los locos son poetas, deduce que todos los poetas son locos, por lo que se le debe considerar culpable de un non distributio medii.
—Pero se trata del poeta? —pregunté— Sé que D… tiene un hermano y que los dos han conseguido reputación en el campo de las letras. El ministro, según tengo entendido, ha escrito un libro muy importante sobre el calculo diferencial e integral. Es un matemático, no un poeta.
—Se equivoca usted. Yo lo conozco bien, y sé que es las dos cosas. Como poeta y matemático puede razonar muy bien; habría podido hacerlo sólo como matemático, y se habría quedado a merced del prefecto.
—Me asombran esas opiniones —dije— que contradicen el parecer de la mayoría. No pretenderá usted quitar de un plumazo ideas contrastadas durante varios siglos. Siempre se consideró la razón matemática como la razón par excellence [por excelencia].
—Ily a á parier—replicó Dupin, citando a Chamfort— que toute idée publique, toute convention recue est une sottise, car elle a convenu auplus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han hecho lo que han podido por difundir el error popular al que usted alude, y que no por ser difundido deja de ser un error. Por ejemplo, con un arte digno de mejor chiste se han introducido el término análisis en las operaciones algebraicas. Los franceses son los culpables de ese engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras cobran su valor por su aplicación, entonces admito que “análisis” incluye “álgebra”, tanto como en latín ambitus implica “ambición”; religio, “religión”, u homines bonesti, la clase de gente honorable.
—Me temo que se va a enfrentar usted con algún algebrista de París. Continúe.
—Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón mantenida con cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, de forma particular, la razón sacada del estudio matemático. Las matemáticas son la ciencia de la forma y de la cantidad; el razonamiento matemático no es mas que la lógica aplicada a la forma y a la cantidad. El gran error consiste en suponer que las verdades de lo que se llama álgebra pura son verdades abstractas o generales. Y es un error tan grande, que me maravilla cómo ha podido aceptarse universalmente Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es verdad de relación —de la forma y de cantidad— resulta a menudo un error craso aplicado a la moral, por ejemplo. En esta última ciencia suele ser falso que el todo sea igual a la suma de las partes. Tampoco se cumple este axioma en química. Igualmente falla en la consideración de los móviles, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al juntarse un valor equivalente a la suma de sus valores por separado. Hay otras muchas verdades matemáticas que son tales sólo en los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por su costumbre, argumenta, basándose en sus verdades finitas, como si fueran de aplicación general, algo que normalmente la gente acepta y cree. Bryant, en su excelente Mitología, alude a una fuente análoga de error cuando indica que, “aunque no se cree en los mitos paganos, con facilidad nos olvidamos de esto y sacamos consecuencias como si fueran realidades vivas”. Para los algebristas, que son también paganos, los “mitos paganos” son materia de creencia, y las consecuencias que se sacan de ellos no salen de un despiste de la memoria sino de una inexplicable perturbación mental. Resumiendo: Nunca he encontrado a un matemático al que pudiera dar crédito en algo distinto a sus raíces y a sus ecuaciones o que no tenga como artículo de fe que xl + px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Como experiencia, diga a uno e esos caballeros que, en su opinión, podría darse algún caso en que Y2 + px no fuera absolutamente igual a q; una vez que le haya entendido lo que usted quería expresar, procure ponerse lejos de su alcance, ya que intentará pegarle.
“Lo que quiero indicar con esto —añadió Dupin, mientras yo me reía de sus últimas observaciones— es que, si el ministro sólo hubiera sido un matemático, el prefecto no se habría encontrado en la necesidad de extender este cheque. Pero yo sabía que era tan matemático como poeta, y mis medidas se han adecuado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias. Sabía que es un cortesano y un intrigant osado. Pensé que un hombre así estaría al tanto de los métodos policiales ordinarios. Es imposible que no tuviera previstos los falsos atracos a los que le iban a someter —como después han demostrado los hechos. Las frecuentes ausencias nocturnas, que nuestro prefecto entendía como una preciosa ayuda para conseguir el éxito en su investigación, a mí me parecieron simples astucias para dar todo tipo de facilidades en la búsqueda y convencer a la policía lo antes posible de que la carta no estaba en su mansión, algo que G… terminó creyendo. Me pareció también que todo ese conjunto de pensamientos que con bastante esfuerzo acabo de exponerle y que se refiere al principio invariable de la acción policial en sus investigaciones de objetos ocultos no podría pasar desapercibido al ministro. Y por este motivo le llevaría a desdeñar los posibles escondrijos vulgares. Pensé que ese hombre no podía ser tan cándido que no entendiese que el rincón más alejado e inaccesible de su mansión estaría tan abierto a los ojos, a las sondas, a los barrenos y a los microscopios de] prefecto como el más común de los armarios. Vi, por último, que D… terminarla cayendo en la simplicidad, si es que no lo adoptaba por simple gusto personal. Igual se acuerda usted cómo se reía el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, le sugerí que posiblemente el misterio lo perturbaba por su total evidencia.
—Me acuerdo perfectamente —añadí—. Pensé un momento que le iba a dar un ataque de risa.
—El mundo material —prosiguió— está lleno de analogías con el inmaterial, y tiñe de verdad ese dogma retórico, según el cual la metáfora o el símil pueden reforzar un argumento o embellecer una descripción. El principio de la vis inertiae, o fuerza de la inercia, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si es verdad que en la primera resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el momentum [impulso] o cantidad de movimiento subsiguiente está en proporción con la dificultad, no es menos cierto que, en cuanto a la segunda, las inteligencias de mayor capacidad, aunque sean más vigorosas, constantes y eficaces en sus avances que las de grado inferior, son más lentas al iniciar los mismos y se Muestran más titubeantes y vacilantes en los primeros pasos. Por cierto: ¿Se ha fijado usted alguna vez en qué letreros de los comercios llaman más la atención?
—Nunca se me ha ocurrido —dije.
—Hay un juego de adivinanzas —replicó él— que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide a otro que encuentre un nombre dado: el nombre de una ciudad, de un río, de un estado o de un imperio; o sea, una palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por regla general, los novatos procuran confundir a sus contrincantes proponiéndoles las palabras escritas con los caracteres más pequeños, mientras que los jugadores más expertos escogen los nombres que en grandes caracteres se extienden de una parte a otra del mapa. Estos últimos, como los letreros y rótulos muy grandes, pasan inadvertidos a fuerza de ser evidentes, y la desatención ocular en esto es parecida al descuido que lleva a la inteligencia a no tener en cuenta las consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. Y, en fin, es un tema que está por encima y por debajo de la inteligencia del prefecto. Nunca ha pensado como probable o posible que el ministro hubiese dejado la carta ante las narices de todo el mundo, para impedir mejor que alguien de ese mundo pudiera verla.
“Cuanto más pensaba en el audaz, atrevido y brillante ingenio de D…. en que el documento tenía que estar siempre a mano si quería utilizarlo para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se encontraba en los límites de las búsquedas ordinarias de este funcionario, mas seguro estaba de que, para esconder la carta, el ministro había recurrido al más amplio y sagaz expediente: no ocultarla.
“Convencido de estas ideas, me puso unas gafas verdes, y acudí una hermosa mañana, como por casualidad, a la mansión del ministro. Hallé a D… en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo encontrarse en el colmo del ennui [aburrimiento]. Probablemente era el ser vivo más activo y enérgico, pero sólo cuando no le veía nadie.
“Para ponerme a su nivel, me quejé de la debilidad de mi vista y de la necesidad de tener que llevar gafas, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente todo el aposento, mientras aparentemente yo seguía con mucha atención las palabras del anfitrión.
“Dediqué una atención especial a una mesa grande de escritorio, a la que estaba sentado D…, y en la que aparecían mezcladas unas cartas con papeles, junto con un par de instrumentos de música y unos pocos libros. Pero, después de un largo y atento examen, no vi nada que pudiera levantar sospechas.
“Mirando por el aposento mis ojos cayeron por fin en un tarjetero, de cartón recortado, colgado de una sucia cinta azul de un clavo encima de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que tenía tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visita y una carta. Esta última parecía muy arrugada y sucia. Estaba casi rota por la mitad, como si a una primera intentona de romperla le hubieran sucedido otras. Se veía claramente un gran sello negro, con el monograma de D…. muy a la vista, y el sobre, dirigido al ministro, revelaba una letra pequeña y femenina. La carta había sido dejada con descuido, casi diría con desprecio, en uno de los compartimentos altos del tarjetero.
“Nada más ver esa carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto, su apariencia era muy distinta a la minuciosa descripción que nos había hecho el inspector. En este caso, el sello era grande y negro, con el monograma de D … ; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S… El sobre de la presente carta mostraba una letra pequeña y femenina, mientras que el otro, dirigido a una persona de la corte, había sido escrito con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño era parecido. Pero, por el contrario, las diferencias excesivas eran muy radicales: la suciedad, el papel arrugado y en parte roto, e irreconciliables con las verdaderas costumbres metódicas de D…. y sugerentes de la intención de engañar sobre el auténtico valor del documento; todo esto, sumado a la colocación de la carta, insolentemente puesta ante los ojos de cualquier visita y al mismo tiempo coincidiendo con las conclusiones a las que yo había llegado, corroboró las sospechas de alguien que precisamente había ido allí con intenciones de sospechar.
“Prolongué cuanto pude mi visita y, mientras mantenía una discusión animada con el ministro sobre un terna que nunca ha dejado de interesarlo y apasionarlo, fijé ni¡ atención en la carta. De esta forma confiaba a ni¡ memoria los detalles de su¡ apariencia exterior y de su¡ colocación en el tarjetero, pero acabé descubriendo un detalle que disipó las últimas dudas que pudieran quedarme. Al fijarme atentamente en los bordes del papel, me di cuenta de que estaban más ajados de lo necesario. Presentaba ese típico aspecto de un papel grueso doblado y aplastado por la plegadera y que luego se vuelve en sentido contrario, usando los mismos pliegues de la vez anterior. Ese detalle me bastó. Estaba claro que la carta había sido dada la vuelta corno un guante, para ponerle encima un nuevo sobre y, un nuevo sello. Me despedí del ministro y me fui, dejando encima de la mesa una tabaquera de oro.
“A la mañana siguiente volví en busca de mi tabaquera y reanudamos con gusto la conversación del día anterior. Pero mientras departíamos, se oyó justo debajo de la ventana un disparo de pistola, seguido de Unos gritos espantosos y voces de una multitud aterrorizada. D… corrió hacia la ventana, la abrió y miró hacia abajo. En ese momento yo me acerqué al tarjetero, cogí la carta, me la guardé en el bolsillo, la reemplacé por un facsímil (al menos externamente) que había preparado en casa con mucho cuidado imitando el monograma de D… con la ayuda de un sello de miga de pan.
“El alboroto callejero lo había ocasionado un hombre extravagante armado con un fusil, que había disparado el arma contra un grupo de mujeres y niños. Pero se comprobó más tarde que el arma no estaba cargada, y por tanto dejaron en libertad al individuo tomándolo por un borracho o un loco. Cuando se fue, D… se retiró de la ventana, adonde yo había acudido después de apoderarme de la carta. Y unos instantes después me despedí de él. Bueno, el presunto lunático había sido pagado por mí.
—Qué intención tenía usted —pregunté— al sustituir la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido mejor apoderarse descaradamente de ella en su primera visita, y haber abandonado la mansión?
—D… es un hombre dispuesto a todo y muy decidido —replicó Dupin—. Y en su mansión no faltan criados devotos de su causa. Si me hubiera atrevido a hacer lo que usted indica, nunca habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese vuelto a oír hablar de mí. Pero, además, tenía una segunda intención. Ya conoce usted mis simpatías políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él en un puño, pues, desconociendo que la carta ya no está en su poder, D… seguirá presionando como si la tuviera, y esto le llevará a su ruina política. Su caída, por otra parte, será tan precipitada como ridícula. Está bien hablar del facilis descensus Averni [fácil desecenso a los infiernos]; pero, en materia de ascensiones, como decía la Catalani del canto, es mucho más fácil subir que bajar. En este caso no tengo simpatía —ni siquiera compasión— por el que baja. D… es el monstrum horrendarum, el hombre genial sin principios. Sin embargo, le confieso que me gustaría mucho conocer sus pensamientos cuando, desafiado por quien el prefecto llama “cierta persona”, tenga que abrir la carta que le dejé en su tarjetero.
—¿Cómo? ¿Escribió algo en ella?
—¡Claro No me pareció elegante dejar el interior en blanco. Hubiera sido un insulto. D… me jugó una vez, en Viena, una mala pasada, y sin perder la sonrisa le dije que no la olvidaría. Y, puesto que sentirá una enorme curiosidad por saber quién ha sido más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle Una pista. Y, como conoce muy bien mi letra, copié, en mitad de la página, estas palabras:
… Un dessein si funeste,
S ‘il n ‘est digne d ‘Atrée, est digne de Thyeste.(1)
Las encontrará usted en el Atréede Crébillon.
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(1) Tan funesto designio / si no es digno de Atreo, digno, en cambio, es de Tiestes.