Virginia Woolf la medida de la vida – libro de Herbert Marder

En la biografía Virginia Woolf. La medida de la vida

Por Herbert Marder

Virginia Woolf, la medida de la vida
Herbert Marder
424 páginas (Adriana Hidalgo Editora)

 

En enero de 1931, a la edad de cuarenta y nueve años, Virginia Woolf habló frente a un grupo de mujeres profesionales sobre su experiencia como escritora y sus intentos de matar al Ángel de la Casa. El ideal angélico, manifiesto en una famosa secuencia de poemas victorianos, era sinónimo de los estereotipos sexuales que seguían siendo dominantes en los años 30. Según el mito, las mujeres virtuosas vivían en un estado casi incorpóreo, elevándose etéreas sobre los impulsos animales y dedicando su vida al bienestar de la familia. Durante su juventud, explicó Virginia, en la última época del reinado de Victoria, todas las casas de clase media tenían un ángel guardián: podía ser un mueble o un objeto hogareño, las cortinas o las cómodas. A pesar de su aura moral, era un cuerpo útil que hacía las tareas domésticas con gran eficiencia, algo muy conveniente para el Señor de la Casa. El veredicto de Virginia sobre este personaje era al mismo tiempo agresivo y compasivo. El Ángel, sostenía ella, “era intensamente amable. Era inmensamente encantador. Era completamente generoso. Se destacaba en las difíciles artes de la vida familiar. Se sacrificaba a diario. Si había pollo, se quedaba con la pata; si había una corriente de aire, se sentaba en ese lugar; en suma, nunca tenía una opinión o un deseo propio, sino que prefería estar de acuerdo con las opiniones o deseos de los otros. Por sobre todo -¿es necesario que lo aclare?- era puro”.
La condena aparece suavizada por el humor, pero la ira de Virginia inunda este triste catálogo de virtudes. Ese falso ideal la había perseguido durante su juventud, porque era el Ángel de sus padres. Ellos habían adoptado esos valores y habían aceptado la desigualdad de roles que prescribían, porque “en ese entonces era imposible lograr una relación verdadera entre hombres y mujeres”. El Ángel había infectado sus vidas de irrealidad. En ciertos aspectos, esa falsedad empeoró después de la muerte de su madre, el primer año de la adolescencia de Virginia. Tras el mito de la virtud hogareña, acechaba la desagradable realidad de que su hermanastro mayor, George, la visitaba de noche en su cuarto para besarla y toquetearla. No había a quién acudir en busca de ayuda o consejo, ninguna escapatoria a la culpa y a la confusión sexual. El envejecido Leslie Stephen estaba demasiado embargado por su pena para advertir la angustia de Virginia. Cada vez más sordo e irascible, sometía a sus hijas a un chantaje emocional insistiendo en que siempre debía haber un Ángel en la casa, y que una de ellas debía heredar ese puesto. Virginia estaba azorada por la debilidad que había transformado a ese hombre, capaz de ser tan sensible, en una persona cruel y ciega a los sentimientos de los demás. Después de la muerte de su padre el Ángel se volvió más insidioso, y trataba de asfixiarla con su sabiduría convencional para evitar que ella pensara y escribiera con libertad, un ultraje ante el que ella se rebelaba con violencia. “Me volví hacia él y lo tomé por la garganta -le dijo a sus oyentes-. Hice todo lo que pude para matarlo. Mi excusa, si me juzgaran en un tribunal, sería que actué en defensa propia.”
Esta irónica viñeta no consigue dar cuenta de la dimensión y amargura de su lucha, que prosiguió hasta entrada la mediana edad y culminó con el esfuerzo por recrear el pasado en Al faro. En esa novela reconstruyó el mundo de su infancia y dibujó nítidos retratos de sus padres, con el objeto de aflojar el lazo con el que todavía la sujetaban. “Yo pensaba en él y en mamá todos los días -anotó en su diario-. Tenía una obsesión insalubre con ambos; y escribir sobre ellos era un acto necesario.” La novela la ayudó a disipar la nostalgia, pero el Ángel, un ser ectoplasmático, regresaba a la vida, ya que “es mucho más difícil matar a un fantasma que a la realidad”. Y el fantasma se vestía con disfraces sutiles, sin dejar de explotar la necesidad de aprobación paterna de Virginia. Su siguiente libro, Orlando, una biografía fantástica de su amiga Vita Sackville-West, era una especie de sonata fantasmal en la que su nuevo amor por Vita se fusionaba con el antiguo deseo de satisfacer a su padre. La historia de Orlando, que vive trescientos años y en el medio sufre un cambio de sexo, es a la vez una crónica de la literatura inglesa y una prueba de amor. La transformación del héroeheroína de hombre en mujer refleja la infusión del espíritu del padre de Virginia en el cuerpo de su amante lesbiana. La lógica onírica del libro dice: mi padre (representado por los clásicos ingleses, que él me enseñó a amar) y mi amante (la escritora aristocrática que desciende de nobles isabelinos) habitan un mismo cuerpo, felizmente unidos en la andrógina figura de Orlando.
Tres años más tarde, enfrentándose a una nueva década luego de terminar Las olas, una novela austera que retrataba a su propio círculo de amigos y su ética colectiva, Virginia anunció con cierta confianza que el Ángel estaba, por fin, muerto. Ahora entraría en una fase en la que escribiría historias liberadas de nostalgia, yuxtaponiendo la era victoriana con la moderna, al constatar que la tiranía familiar de la primera había llevado al fanatismo político de la segunda. Ella reaccionaría ante el inestable clima político de los 30, escribiendo en defensa de la libertad en una época de campos de concentración.
Las olas era una obra de transición, una novela marcadamente intelectual que asume la forma del “soliloquio” de seis amigos. Cuando se los ve en conjunto, el retrato grupal los presenta no como personajes convencionales sino como aspectos diferenciados de un único “ser humano completo”: la visión de personalidades superpuestas sugiere una renuncia a la individualidad, el deseo de un anonimato sin ego. Por momentos Virginia mostraba un desprecio swiftiano por la raza humana, adoptando el estilo lobuno y depredador sugerido por su apellido de casada. Así, los dos extremos opuestos de su personalidad -Woolf/Anon- se liberan, por fin, como genios de una botella. En todas sus obras de los años 30 se advierten rasgos de ira y renunciamiento; la sátira lobuna y la visión absoluta ya no aparecen suavizadas por el encanto; ya no existe la conexión con la “Ginny” adolescente, la hija de su padre. Luego de finalizar Las olas, Virginia expresó un marcado optimismo respecto del futuro. “Oh, sí, creo que entre los 50 y 60 escribiré algunos libros muy singulares, si estoy viva. Quiero decir que creo que voy a encarnar, por fin, las formas exactas que retiene mi cerebro. ¡Qué ardua fue la tarea de llegar a este comienzo, si Las olas es mi primer libro en mi propio estilo!”

* * *
La última década de Virginia Woolf constituye una etapa coherente y diferenciada de su desarrollo. Como señaló Carolyn Heilbrun, “a los cincuenta años se convirtió en una persona diferente”. La furia con la que trató al Ángel de la Casa puede servir como indicador de su concentración cada vez mayor en la realidad social. Mientras preparaba su conferencia, le vino la inspiración de un nuevo libro sobre las mujeres y el trabajo, un libro que confirmara la rebelión de las mujeres contra la autoridad patriarcal y mostrara la forma en la que habían utilizado sus nuevas libertades. Estos temas la ocuparon durante varios años, y finalmente constituyeron la base de Los años y de Tres guineas . Pero había otro aspecto en el legado victoriano. Detrás del ángel guardián acechaba un doble deforme, un espíritu negativo que surgía en momentos de descuido para proclamar la inferioridad de los negros, los judíos y los habitantes de las colonias. El desdén por los pobres y los poco educados estaba en el aire en la sociedad de clase media alta de la juventud de Virginia, y ella heredó mucho de ese prejuicio. Su sentimiento de superioridad por ser una “dama” estaba profundamente arraigado; y al igual que muchos de sus amigos, en ocasiones dejaba caer un apelativo casual y peyorativo sobre los negros o un comentario antisemita (a pesar de que su esposo era judío). Tenía una lengua filosa y un talento para la sátira capaz de producir relámpagos de una crueldad memorable. Por momentos, los primeros diarios suenan como si fueran la obra residual del ancien régime . Una de las primeras anotaciones describe su sensación al ver “una larga fila de imbéciles” durante un paseo campestre; sus miradas dementes y sus cuerpos poco elegantes le causaban repulsión. Poco tiempo antes, había sufrido un colapso mental y se quejaba de que la visión de esas siluetas malformadas “era perfectamente horrible. Habría que matarlos a todos”. En otra ocasión, al registrar sus tratativas con uno de los sirvientes, advirtió la desesperación de los pobres, los que “no tienen oportunidad alguna; carecen de modales o defensas para protegerse; nosotros tenemos el monopolio de todos los sentimientos generosos -(me atrevo a decir que eso no es totalmente cierto; pero hay algo de razón [en] eso.)”. Ese juicio liviano, y su retractación posterior, refleja la cortedad de miras de la conciencia de clase. Actitudes similares de miopía y clasismo colorearon sus trabajos maduros de la década del 20. La heroína de La señora Dalloway , su “novela de la alta sociedad”, no permite que las noticias de atrocidades distantes interrumpan sus agradables rutinas cotidianas. Ella admite que es consentida; sabe que hay personas inocentes a quienes se las “persigue hasta eliminarlas de la existencia, se las mutila, se las congela… No podía sentir nada por los albaneses, ¿o eran armenios? Pero adoraba sus rosas (¿eso no ayudaba a los armenios?), las únicas flores que soportaba ver cortadas”. La narradora de Virginia Woolf aparentemente suscribe esa apelación a las sensaciones íntimas, pareciendo aceptar, si no suscribir, la visión de su heroína de las rosas como ayuda humanitaria. No se trata solamente de que el genocidio es muy remoto; Clarissa es igualmente insensible en su forma de tratar a un primo pobre, a quien detesta tener que invitar a su fiesta. Virginia deploraba el lado desagradable de esa elegante dama, pero de todas formas se identificaba con ella, observando que sus actitudes eran representativas de muchos miembros de su clase.
Esa tendencia es sólo una parte del panorama. Las simpatías políticas de Virginia, aunque inicialmente casi nunca las expresaba, estaban firmemente asentadas en la izquierda democrática y el Partido Laborista, del que Leonard Woolf era un referente de primer nivel. De joven, se había ofrecido a dar charlas para hombres y mujeres de la clase trabajadora en el Morley College, y más tarde participó en las actividades de base del Gremio Cooperativo de Mujeres, una red de consumidores de la clase obrera. Más aún, como artista e intelectual tenía un compromiso no demasiado femenino con las ideas y la estética modernistas. Sus reflejos de clase alta y su afición socialista en la política coexistían sin ninguna fricción visible, absorbidos u oscurecidos por su personalidad artística. Por momentos, Virginia oscilaba entre los extremos de la insensibilidad y la sensibilidad, y en este aspecto se parecía al personaje de ficción Clarissa Dalloway, a quien Alex Zwerdling ha descripto adecuadamente como “una personalidad laminada, constituida por capas que no se penetran entre sí”. La vida real, por supuesto, nunca es tan ordenada, y las diferentes capas de la personalidad de Virginia se fusionaron y se desplazaron de manera notable con el paso de los años.
En 1929, cuando publicó su estudio feminista Un cuarto propio, el impulso igualitario se había vuelto dominante; ella aspiraba a llegar a una época en que los escritores analizaran las vidas de mujeres comunes que permanecían en el anonimato, condenadas a la oscuridad: “A pesar de todas las cenas que sirvieron, de los platos y tazas que lavaron, de los hijos que mandaron a la escuela y que luego salieron al mundo. De eso nada queda… Ninguna biografía ni historia dice una palabra sobre eso”. Algún aventurado novelista futuro tal vez penetraría “sin amabilidad ni condescendencia… en esos cuartos pequeños y perfumados donde se sientan la cortesana, la prostituta y la dama junto al perro faldero”. Su tono delataba una buena dosis de condescendencia, pero avanzada la década del 30 eso también cambió: no hubo más insinuaciones racistas o comentarios peyorativos sobre los pobres en esa atmósfera cargada. A medida que los dictadores consolidaban su poder en el continente europeo y los nazis arrestaban y mataban a sus opositores, Virginia se identificaba cada vez más con los rebeldes y las víctimas de la opresión, declarándose “marginada”, pacifista y -en virtud de su matrimonio- judía. Esta nueva postura formó otra capa, complicando aún más la mezcla de sus identificaciones sociales, intelectuales y artísticas. La complejidad de su perspectiva presentaba, en la década del 30, un agudo contraste con las arengas en favor de la pureza ideológica y la toma de posición que predominaban en ese momento.
Continúa siendo difícil reconciliar las múltiples capas de la personalidad de Virginia, y es muy tentador resolver el problema convirtiéndola en una cosa u otra. Dos décadas atrás, Jane Marcus la describió como “una guerrillera victoriana con faldas”, una revolucionaria y “marxista” (citas textuales de Marcus), y esas etiquetas tuvieron una gran influencia y marcaron el tono de estudios posteriores. En realidad, tienden a oscurecer el conservadurismo de Virginia, que persistió durante los años 30. Su formación para ser una dama dejó sus huellas en el programa radical de Tres guineas, dirigido a las privilegiadas mujeres de la clase media alta, y el desdén que sentía por sus vecinos resurgió cuando la guerra la exilió en Sussex. Una guerrillera poco común, que era pacifista; una “marxista” que jamás mencionó a Marx, ni en su diario ni en sus extensas notas de lectura. En su ensayo “Virginia Woolf a los cincuenta años”, Heilbrun la describe, de manera más simple y menos restrictiva, como una escritora genial que descubrió todo el alcance de su furia y la expresó en términos relevantes para la crisis de su tiempo.
Con la amenaza de la guerra constantemente presente y en aumento, la atmósfera de la década de 1930 alteró muchas de las anteriores suposiciones de Virginia; no sólo su conciencia de clase, sino también los objetivos artísticos que produjeron La señora Dalloway y Al faro se habían vuelto superfluos. La crisis puso a prueba sus valores y su personalidad, obligándola a otorgar un nuevo énfasis a los hechos mundanos y el mundo exterior, para establecer nuevos objetivos en respuesta a las presiones de los sucesos políticos. Como dijo mientras estaba escribiendo su siguiente libro, Los años , se había forzado a “romper todos los moldes” y encontrar una nueva forma de expresión más sintonizada con la conciencia social de su época.
Mi decisión de escribir esta biografía surgió de la fascinación por la forma en que la gente se transforma bajo presión. Me dediqué a describir los cambios que Virginia sufrió en la década del 30, sus esfuerzos por oponerse a la demencia colectiva sin empeorar las cosas. Los bárbaros triunfaban en todas partes, y su victoria significaría el fin de la civilización que ella conocía. Creía que una persona sensata debería negarse a imitar al enemigo, respondiendo a la violencia con una resistencia pasiva y una “indiferencia” apasionada. Al resistirse al estado de ánimo imperante, acentuó el valor de la tolerancia, la razón y la jovialidad, reafirmando esas actitudes civilizadas mientras voces estridentes trataban de sofocarlas. Al analizar su lucha, sentí que la iluminada Virginia de los años 30, que demostró una formidable cordura y valentía durante los bombardeos (y su decisión de elegir la hora y la forma de su muerte no las atempera), requería por sí sola una biografía. 

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